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A caballo y a sombra

Carmen Morán Breña

Távora quiere que el teatro sea un mundo que penetre por los sentidos "como nunca podrá hacerlo el cine, la televisión, la pintura ni la literatura", por eso impregna su obra de algo que no se puede sentir a través de los audiovisuales, de olor, de miedo escénico y de inquietud. Además de a incienso y cera, en Carmen huele a caballo. Un caballo blanco que entra en escena para bailar alrededor de la protagonista. Un diestro jinete le hace marcar los pasos que impone la coreografía. Es el momento en que se rompe el esquema que se repite en toda la obra y en el que la luz hace su aparición fugazmente. El jinete es el picador amante de Carmen, el que en otras versiones fue "un torero de pitiminí" que no aporta la suficiente hombría que el director quiere para el relato. Lo demás son sombras, llantos, penas, sangre y muerte. Algo característico de un director con un sentimiento trágico de la vida "como Unamuno", que no entiende como el pueblo andaluz que ha vivido en la miseria se ha manifestado alegre como unas castañuelas y ha vendido una imagen de volantes y panderetas. Esa es la imagen que Távora siempre ha querido, destruir "para contribuir a la recuperación seria del andaluz y porque ser triste no es algo malo sino una expresión aristocrática del espíritu".

Más información
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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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