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Atisbando sobre unas vallas

Las vallas de obras evitaron ayer la contemplación del derribo. Sólo los curiosos que pasaran en autobús tenían la altura, apenas el tiempo, suficiente para ver algo. Si sabían dónde mirar. Entonces todo era fácil, hasta para el peatón: bastaba con saltar la primera valla metálica, cruzar un carril de tráfico, saltar las piezas que iban en la mediana, evitar el atropello de los automóviles... y encaramarse sobre los quitamiedos para mirar por encima.Los turistas pasaban en fila india por la calle de Bailén, en busca del Patio de Armas, y de los quioscos de helados que también servían bebidas frías haciendo, cómo no, su agosto. El calor obligaba a los operarios de la construcción a tirar de botijo. Y a todos a buscar la sombra. El ruido de las taladradoras se perdía entre otros de la obra y del tráfico. El laberinto de las vallas transparentes y opacas, rodeando caprichosamente el jardín de la plaza, justificaba las idas y venidas de los visitantes que esperaban un palacio más despejado, según lo veían en sus guías gráficas. También concedía la suficiente privacidad para que una joven tomara el sol en un banco frente a Felípe IV.

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Los permisos para ver las obras eran denegados sistemáticamente a periodistas y curiosos. Las televisiones grababan sus tomas enfocando las cámaras al tráfico. Y solamente los fotógrafos podían jugarse la vida a gusto para asomarse sobre las vallas. A sus espaldas, un operario, encargado de ordenar la entrada y salida de camiones, protestaba disgustado.

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