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Tribuna
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Justicieros

Enrique Gil Calvo

Hay voces que se resisten a perder su atávico ardor justiciero. Así ha ocurrido con el trágico desastre del cámping de Biescas, que ha movido a ciertos medios a preferir la búsqueda de responsables antes que la de desaparecidos. Y lo mismo sucede con la excarcelación de Galindo y la negativa del Gobierno a desclasificar los papeles del Cesid, que han despertado la inmediata exigencia de convocar la Mesa de Ajuria Enea en demanda de pública reparación por falta de castigo a los presuntos culpables. Pero así lo quiere la tradición punitiva de nuestra cultura, que impone la primacía de las sanciones penales con total desprecio por los derechos civiles de las víctimas. Y la mejor explicación la aporta Mary Douglas, antropóloga que ha analizado cómo los pueblos conjura n sus riesgos mediante ritos de purificación política, capaces de exorcizar peligros depurando culpas.Pero desconfiemos de quienes afectan rasgarse las vestiduras, ya que su afán justiciero puede camuflar otros intereses. Por ejemplo, cabe pensar que si el PNV cambió de opinión sobre la convocatoria del Pacto de Ajuria Enea fue para neutralizar la demagogia de IU o EA. Y no digamos ya el caso de los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional, que se empeñan contra víento y marea en imponer la dictadura supraconstitucional de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. ¿No es sospechosa su aparente connivencia con cierta mafia de financieros, ex militares, periodistas, agentes dobles y abogados chantajistas? ¿Merece crédito la sinceridad de un justiciero que interesadamente coopera con presuntos delincuentes?

Por lo que hace a la excarcelación de Galindo, parece muy difícil ponerla en tela de juicio estando Mario Conde en la calle exactamente por las mismas razones. La prisión preventiva sólo es justificable para evitar la evasión o posible reincidencia, como en el caso de presuntos asesinos o violadores, pero nunca para los demás inculpados, que poseen todos sus derechos civiles mientras no haya sentencia firme. Así que aquí no hay cuestión, y forzarla con histerias paranoides implica caer en la doble moral del sectarismo más hipócrita. Muy distinto es, en cambio, el otro contencioso que se discute, por lo que de ninguna manera debiera metérselos a los dos en el mismo saco.

La negativa del Gobierno a desclasificar los documentos plantea muchos problemas, destacando su contribución ideológica a la propaganda terrorista. Pero mantener la intangibilidad del servicio secreto también es vital, pues se trata de un instrumento imprescindible del Estado. Ahora bien, semejante institución exige dos requisitos que aquí no se cumplen. Ante todo, su poder debe estar sometido a control jurisdiccional. Y también resulta imprescindible que los documentos clasificados como secretos prescriban -algún día, poseyendo fecha de caducidad a partir de la cual sean hechos públicos y desclasificados como secretos. Pero, en todo caso, los secretos de Estado nunca deben servir como prueba válida en los tribunales de justicia, dada su naturaleza extralegal. En esto reside lo esencial de la jurisprudencia sentada por el Tribunal Supremo en el caso Naseiro.

Dado que se obtuvieron con otros fines, quizá ilegales, los papeles del Cesid nunca pueden ser válidamente utilizados como pieza probatoria. Por lo tanto, es irrelevante que se autentifiquen o no. Y tan nulos resultan para el caso los papeles originales como las transcripciones de Perote o las fotocopias publicadas por El Mundo. De ahí que, a efectos jurídico-penales, parece indiferente que el Gobierno se haya negado a desclasificarlos. Y también resulta ocioso que algún diputado se preste a verificarlos con dudoso peritaje, traicionando así su deber (que no su derecho) de secreto profesional (que tampoco le es inherente, pues, como en el caso de médicos o abogados, sólo pertenece como derecho inalienable a quien se lo reveló). Por lo tanto, un juez nunca podría basar en ellos su acusación, sino que deberá investigar más a fondo para obtener otros testimonios de cargo.

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