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Las Chimbambas

Mi amigo Félix dejó su barrio nativo de Malasaña antes de que a éste le castigaran con tan maldito como merecido nombre: acababa de terminar la mili y quería independizarse de la familia, había conseguido un trabajo que parecía casi seguro y decidió mudarse a las Chimbambas, deformación de quimbambas, lugar indeterminado y muy lejano según el diccionario, término que los naturales del barrio aplicaban a cualquier sitio que cayese unos cientos de metros del otro lado de sus invisibles pero inmutables fronteras. Más allá de Sol, cruzada la Castellana o los Cuatro Caminos.Félix dejó tabernas y billares, amigos, ex compañeros de colegio, ex novias y, por supuesto, parientes y allegados. Echó lastre por la borda y durante un tiempo trató de nacionalizarse chimbambés y apenas volvió por el barrio. Pero cuando Malasaña empezó a llamarse Malasaña y los chimbambeses a cruzar las selvas de asfalto y los bosques de semáforos, irresistiblemente atraídos por los primeros ecos de la movida, Félix retornó a la cabeza de sus nuevos colegas, hecho todo un guía nativo, dispuesto a explicarles hasta el aburrimiento que, donde ahora se abría la procelosa boca del último antro de moda, antes había una tienda de ultramarinos, una mercería o un mesón gallego. A los colegas, por supuesto, les importaban un comino sus lecciones de Historia y más de una vez le dejaron plantado, a las tantas de la madrugada, platicando con las farolas y soltándoles el rollo a los camellos de la plaza del Dosde, a los vendedores clandestinos de absenta, en vaso de plástico y a pelo, y a los expendedores asilvestrados de bocadillos sin control sanitario.

En una de aquellas solitarias peroratas nocturnas, ebrio y nostálgico, Félix decidió regresar a sus lares. Sus padres acababan de mudarse también a las Chimbambas, huyendo precisamente de lo que a él le había forzado a regresar, dispuestos a vivir una vejez tranquila tras haber compartido vecindad con una fluctuante comuna de yonquis, un incipiente pero perseverante grupo de rock y un camello muy solicitado al que le correspondía la tecla colindante a la suya del portero automático, como se hartaron de explicar, noche tras noche, a los ansiosos y maleducados clientes.

Félix decidió regresar, pero aún tardaría en hacerlo; los alquileres habían subido, el trabajo flojeaba y las pocas buhardillas asequibles en su exiguo presupuesto eran sistemática y justamente calificadas como inmundas por su reciente esposa, oriunda de Palencia y recriada en las mentadas Chimbambas madrileñas. Pasaron los años sin que a Félix se le quitara de la cabeza el retorno. La perra aquella de volver al barrio llegó a ser uno de los motivos, aunque no el primordial, de su divorcio; pero aun después de su liberación el asunto de la mudanza seguía complicado.

Mientras tanto, la movida fluía y refluía por los meandros del barrio y la vida de Félix pasaba por diferentes altibajos laborales y sentimentales. Al cabo de un tiempo, extinta y estigmatizada Ia innombrable", y perseguidos sus acólitos por los nuevos celadores del orden municipal, Malasaña volvió a ser una zona de mala fama y de mala nota, aunque tales connotaciones no afectaron sensiblemente al precio de sus inmuebles. Al contrario, algunos de sus caserones más notables, adquiridos y rehabilitados, léase repintados por fuera y vaciados por dentro por hábiles especuladores, empezaron a ofrecer pisos en venta a precios algo más que abusivos. Coincidió este periodo con una cierta bonanza económica de Félix que, por fin, pudo cumplir su deseo.

Se consumó la mudanza y Félix retornó para instalarse en una de las viviendas remozadas, un flamante primer piso con dos balcones sobre la mismísima plaza en la que Daoíz y Velarde, emblemáticos héroes del barrio entogados y cobijados bajo el arco de Monteleón, seguían montando guardia y soportando con valentía y resignación los embates de los bárbaros nocturnos. Para mayor satisfacción, el nuevo piso de Félix se levantaba sobre las instalaciones de uno de sus pubs favoritos. Le bastaba con bajar unos cuantos escalones para encontrarse entre sus amigos junto a la familiar barra del establecimiento, que contaba con una concurrida mesa de billar, que ya no era de tres bolas como los de su primera juventud, sino americano, con agujeros y más bolas.

Félix vivió aquel invierno un intenso y apasionado idilio con su recobrado barrio, organizó fiestas de celebración, recorrió, palmo a palmo y bar a bar, su geografía y contó a cuantos le rodeaban las excelencias de su nueva vivienda y el ahorro de tiempo y de transporte que representaba estar ubicado en el cogollo de Malasaña. El romance duró hasta bien entrado el verano. Sus excesos nocturnos y celebratorios le pasaron factura. Se resintieron su salud y su trabajo, y Félix redujo sus excursiones al bar, sus partidas y sus terturlias hasta la madrugada. Un médico ceñudo y admonitorio le advirtió de que ya no era tan joven y sus monumentales resacas le informaron de que su organismo tardaba cada vez más tiempo en recuperarse y ponerse en condicones para afrontar su jornada laboral.

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Asomado al balcón de su dormitorio, aquel verano Félix empezó a mirar con distintos ojos las intempestivas francachelas de sus colegas en la terraza de su pub favorito y a experimentar problemas a la hora de conciliar el sueño. Un año después, Félix ha denunciado por exceso de decibelios e incumplimiento de horarios a sus vecinos del pub, ha publicado una carta expresando sus quejas en estas páginas y está pensando seriamente en mudarse definitivamente a un chalé adosado en una flamante urbanización de las más lejanas Chimbambas.

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