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Lesbianas y 'gays'

En Estados Unidos es insólito soprender a una pareja heterosexual besándose en público pero es más que probable que si se toma un avión o un tren se vea a un par de gays abrazados en silencio, con las caras y los cuerpos pegados sin rubor. Viviendo en Estados Unidos la primera interpretación posible es que allí son tolerados los gays porque son minoría y la minoría merece -en teoría- un respeto superior. La segunda interpretación es que son individuos y un individuo, en Estados Unidos, es el canon de cualquier cosa.

La primera explosión gay brotó en Estados Unidos, en junio de 1969, a raíz de una redada policial en un bar neoyorkino de homosexuales llamado Stonewall Inn. La reacción de los gay entonces condujo a violentos enfrentamientos a lo largo de tres jornadas: 3.000 homosexuales de un lado y 400 policías del otro. Este suceso, que ha pasado a la historia homosexual, procreó un mes más tarde el Gay Liberation Front y desde ese año no ha dejado de multiplicarse. En 1994, con motivo de cumplirse el 25. aniversario de Stonewall, y coincidiendo con las Olimpíadas Gay, en Nueva York se congregaron casi un millón de homosexuales. Ante el formidable espectáculo, el semanario New York decía en portada: "Is everybody gay?" (¿Somos todos homosexuales?).

No lo somos, pero la democracia, que ha perdido girones de varias banderas (la igualdad, la justicia, la libertad central) se empeña en conquistar libertades periféricas. La de la igualdad de derechos para los homosexuales es una de ellas y muy seria pero, simultáneamente, en Estados Unidos, hay ya movimientos de gordos en defensa de su derecho a la talla (NAAFAS) o el de las mujeres viajeras reclamando más espacio para toilettes en restaurantes de carretera. Los unos están hartos de que se les bombardee con dietas, las otras están cansadas de hacer cola

Cuando la naturaleza se va perdiendo nace el ecologismo, cuando la historia se acaba cunden los anticuarios, cuando la solidaridad falta surgen las ONGs, cuando la libertad escasea brotan los movimientos de segunda liberación. Nadie en sus cabales puede oponerse a ellos.

En los países con alguna tradición democrática la vindicación del derecho a la diferencia (o a la indiferencia sexual) empieza a ser casi una exigencia obvia. En París se manifestaron 50.000 miembros del Lesbian and Gay Pride (en mismísimo inglés) hace un año; esta última semana se han manifestado el doble y las fiestas se han extendido por una decena de ciudades de provincias. En Dinamarca, en Suecia, en Noruega, próximamente en Holanda, en Haway, en Islandia se está cerca o se ha aprobado ya la unión legal de homosexuales. Pronto todas las democracias actuarán así. El código penal francés fija la mayoría sexual en 15 años para las parejas heterosexuales y en 18 años para las homosexuales. ¿Quién no ve en esto una arbitrariedad? Los franceses, los españoles, los italianos, lesbianas o gays, pueden darse por triunfadores. Es sólo cuestión de meses. De un 40 a un 50% de la población europea no impediría actualmente el matrimonio entre homosexuales. A no tardar mucho, serán más de la mitad. Hace diez años eran los ex-sacerdotes y las ex-monjas quienes se empeñaban en casarse, ahora son los gays. Cuando la pareja heterosexual se divorcia o sólo se arrejunta salta el requerimiento de la boda homosexual.

¿Una contradicción de las neovanguardias periféricas? La respuesta es que el paso hacia la legalidad homosexual es sólo un paso hacia el derecho a ser ilegal. Ahora los homosexuales no son ni una cosa ni la otra y reclaman ser como los demás. Queda, no obstante, una última cuestión: si la pareja no está concebida ya con la potencialidad de procrear sino legitimada sólo por su amor, ¿por qué reducir el modelo romántico a dos?, ¿Por qué no legitimar también los triángulos, las parejas a dos bandas, las bandas de parejas? El tercer milenio será un barullo o no será.

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