Gacelas Thompson
Dicen por ahí (y con el dedo índice en alto) que el trabajo dignifica al hombre. Pero yo niego tal presunción. Es más: a poquito que me pinchen, estoy dispuesto a sostener que, junto con la tradición, los refranes y el invento de las horas, el trabajo es la mayor calamidad que ha podido caer sobre el género humano. Y trataré de demostrarlo aproximándome al Parque Nacional del Serengeti, donde la vida transcurre sin muchas desviaciones.Voy a ello: ningún león del territorio, por gigantón o machote que sea, osaría, por ejemplo, hacerse con 800 gacelas Thompson y almacenarlas ante la hambrienta mirada de sus congéneres. No se puede negar que los ejemplares más fuertes tienen sus privilegios: rugen con más autoridad, se llevan las mejores chicas y son los primeros en hincarle el diente a las presas. Antidemocrático, sí, pero al menos se retiran después de comer, y eso permite que los individuos más débiles puedan también alimentarse. Algo es algo. Además, en ningún caso se les ocurriría inventar una unidad de valor (quizá una ramita o una piedra) llamada dinero con la que establecer a cuánto se cotiza un muslo de gacela, un metro cuadrado de sombra o un salvoconducto para acercarse al río. Asuntos todos que afectan, y mucho, a los leones.
Por el contrario, el hombre asume sin quejas esta forma de maniobrar y convierte en héroes a quienes manipulan las vidas ajenas mediante el uso de papeles timbrados. Desde luego, hay que ser merluzo para organizarse de este modo, y más teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los humanos no disponemos de gacelas en la despensa, y a menudo, ni de una pequeña sombra que llevarnos al cogote.
Esta forma de entender las cosas, esta sumisión escalofriante, obedece a un hecho incuestionable: el mundo y la milicia se apoyan en un mismo postulado: quien manda, manda, y el que no, a gimotear. No sé quién ha copiado a quién, pero lo cierto es que la conexión funciona.
Así, hablando de trabajo, una de las salidas más socorridas (sobre todo en la ciudad) se encuentra en las oposiciones, que son como pruebas de velocidad, de salto y de caza, pero en forma de cuestionarlo; y en relación con ello, hace pocos días, 2.800 aspirantes han competido para lograr una plaza de telefonista en la Comunidad de Madrid. Implicado, pues, en el asunto (no en balde uno hizo la mili como telefonista -de clavija- en la Jefatura de Artillería), seguí con atención la noticia y jugué a participar en la prueba mientras desayunaba.
Algunas preguntas me pillaron por sorpresa, pero reaccioné con rapidez; por ejemplo: "¿Cuántos bits se transmiten por la línea telefónica?". La respuesta está clara: dos, el bit del que hace la llamada y el bit del que la recibe. Otra: "¿Qué tipo de falta es la desconsideración a, un compañero?'. Facilísimo: una falta propia de malajes y cabroncetes del tres y medio. Y así, una interminable serie de cuestiones que se supone deberían bastar para encontrar al telefonista fetén
Pero que no se agobien los perdedores, que alegren sus corazones, porque, aunque les hayan pegado en medio de la frente, los chicos de mi taller han descubierto un modo de acabar con todo esto: como primera medida quedan suprimidos los automóviles; a partir de ahora se viaja en carro.
De este modo, el presupuesto estatal para carreteras (tiemblen los constructores de la autovía Valencia-Madrid), junto con el del Ministerio de Defensa, se dedicará a ofrecer un sueldo vitalicio a los españoles que lo soliciten. Saldríamos a razón de unas 100.000 pesetas al mes, lo que, unido a una tienda de campaña y a un decreto-ley expropiando. el suelo en su totalidad, nos serviría para instalarnos en cualquier parte. Una vez acostumbrados, se podría estudiar también el libre acceso a huertas y supermercados, pero no adelantemos acontecimientos.
Organización le llamo yo a esto, si bien la idea tal vez resulte un poco osada y difícil de asumir para mentes obtusas, lo que puede acarrearnos complicaciones. Pero no se admiten enmiendas. La suerte está echada. Los generales han muerto. ¡Viva la soldadesca!
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