Empleo
Tras superar su indecisión inicial, el primer Gabinete de Aznar ha zarpado por fin, comenzando entre muchas vacilaciones a navegar. No es extraño, por tanto, que sus primeros balbuceos le estén saliendo tan mal. ¿Es de recibo empezar recortando la fiscalidad del capital, con grave discriminación de las rentas del trabajo, y continuar devolviendo a la religión católica su preconstitucional reconocimiento como asignatura escolar? No se sabe si disculpar tamaños errores atribuyéndolos a la inexperiencia o considerarlos como una política de gestos escenificados de cara a la galería, sólo destinada a tranquilizar al electorado conservador que más se haya inquietado con las concesiones hechas a los nacionalistas.En cualquier caso, algunas de las medidas tomadas, y otras que se anuncian, pudieran llegar a ser justas y positivas, a pesar de que se hayan vendido ante la opinión pública como muestras de sumisión ante el gran capital. Me refiero a la desgravación de los impuestos sucesorios relativos a la empresa familiar o a la vivienda (hasta 20 millones) y, especialmente, al anuncio de medidas liberalizadoras y fiscales que afectan al mercado del suelo y la vivienda. Es cierto que tales medidas son neoliberales, inspiradas en el capitalismo popular de la señora Thatcher. Pero, pese a ello, presentan dos virtudes potenciales: pueden favorecer a las clases sociales de rentas bajas (pequeña empresa, asalariados que aspiran a vivienda propia) y, lo que es más importante, pueden actuar como motor de reactivación económica.
Aznar se va a jugar la legislatura no en Maastricht, apostando contra el déficit (según el espejismo impuesto por el pensamiento único), sino en el mercado de trabajo, apostando a la creación de empleo: si éste aumentase al ritmo suficiente, se mutiplicaría la base imponible, permitiendo tanto financiar la Seguridad Social como reducir el déficit. No hay contradicción entre ambos objetivos, reducción del déficit y creación de empleo, pues incrementar éste es la condición necesaria y suficiente para lograr aquél: la clave del éxito o del fracaso del gobernante descansa en su capacidad de expandir la base imponible. Pero ¿cómo crear empleo en España, dada nuestra crónica escasez de capital y la cobardía de nuestra clase empresarial, que prefiere la especulación y el rentismo a la inversión productiva?
Tenemos del orden de los tres millones de parados: un millón es de origen demográfico, causado por el baby-boom de los sesenta; los otros dos millones corresponden a la destrucción de empleo causada de 1975 a 1985 por la transición a la democracia, que desanimó a los empresarios y ahuyentó a los inversores. Los socialistas bastante hicieron, de 1985 a 1995, con capear el temporal de la competitivídad y la mundialización, pero no lograron reabsorber el desempleo generado con la transición. Y ésta es la tarea pendiente que debería realizarse a lo largo del mandato popular: la creación neta de tres millones de empleos, a fin de resituar a escala europea la base imponible española. Pero ¿cómo lograrlo?
Una solución sería dinamizar el sector más capacitado para actuar como locomotora del crecimiento. Y el mejor candidato es la construcción inmobiliaria: no sólo por su poder multiplicador, sino además porque la demanda potencial de viviendas es ingente, dado que la generación del baby-boom todavía no ha podido ejercer su derecho a crear un hogar. La escasez de empleos y la carestía de los pisos impide casarse a un millón de babyboomers, obligados a depender de sus familias indefinidamente. Por eso el mercado inmobiliario, arrasado por la burbuja especulativa de los ochenta, atesora hoy el más prometedor potencial de crecimiento para nuestra economía. ¿Será capaz Aznar de jugar esa baza ofreciendo a los agentes sociales del mercado de trabajo un compromiso por el que apostar? Cabe dudarlo, a juzgar por la cruzada antisindical emprendida como agit-prop por su séquito ultraliberal de intelectuales orgánicos.
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