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Aznar, la 'ley Helms-Burton' y los cubanos

Nadie debe acusar a José María Aznar de inconsecuente. Durante su campaña anunció que le pondría fin a la complaciente política de Felipe González hacia Castro, y lo ha cumplido. Ya no habrá más créditos a fondo perdido, ni más garantías a los exportadores para que se cobren del bolsillo de todos los españoles lo que Castro se niega a pagar, ni más apoyo político en los foros internacionales. Tampoco habrá más presiones o sugerencias amistosas a bancos e industrias españolas para que se instalen en Cuba y colaboren con los planes económicos del castrismo. Todo eso, y las fotos en Tropicana, y el amable intercambio de riojas por cohibas, se acabó de un plumazo. Aznar ha dicho repetidas veces que para él resulta absolutamente diáfano quiénes son sus amigos y quiénes sus adversarios. Aznar está junto a las víctimas, junto a los disidentes que buscan la democracia, y frente a la dictadura y sus cómplices. Así de claro.Ante este cambio de rumbo, la izquierda ha tronado, y tres son los errores que se le imputan al joven mandatario. El primero es plegarse a la ley Helms-Burton y a "los americanos", pues hizo su anuncio durante la visita a Madrid del vicepresidente Al Gore. Cuba, al fin y al cabo, es un miembro de la familia iberoamericana, un pariente cercano, mientras los estadounidenses son sólo unos aliados coyunturales. El segundo es olvidar los intereses económicos de los españoles que han invertido en Cuba y hoy corren el riesgo de ser privados de visas o sancionados en los tribunales yanquis por lucrarse con propiedades ilegalmente confiscadas a ciudadanos de Estados Unidos. El tercero, contribuir a la miseria del pueblo cubano en un momento en el que el país se deshace por la falta de alimentos, medicinas y otros productos básicos. La ayuda y las inversiones españolas -dice la consternada izquierda- contribuían a paliar las desgracias de los cubanos y potenciaban la apertura democrática. Ahora -aseguran- Castro, invocando el nacionalismo, cavará una trinchera aún más honda para resistir el asedio. Será, por aquello de Stalin, su batalla de Castrogrado.

Los tres argumentos son falsos. Aznar no ha preferido los intereses de los americanos antes que los de sus compatriotas. Su opción favorece a los españoles. Es obvio que el socio económico importante para los españoles es Estados Unidos, con sus inversiones multimillonarias en la Península, su constante transferencia de tecnologías, el intenso comercio y turismo en ambas direcciones y la creciente presencia de los españoles en la propia nación americana. Es todo eso lo que Aznar quiere proteger. ¿Qué sentido tiene declarar una especie de guerra comercial y diplomática al principal socio económico de España por un asunto lateral de dudosa legalidad y aún más vidriosa moralidad? A fin de cuentas, la ley Helms-Burton sólo dice que el que se lucre con bienes robados en Cuba a ciudadanos norteamericanos tendrá que vérselas en los tribunales de ese país con los antiguos propietarios, o podrán ser privados de visa norteamericana. Lo primero forma parte de la tradición de cualquier Estado de derecho: cuando hay pleitos, que fallen los jueces. Lo segundo es una prerrogativa de cualquier nación soberana: a nadie le gusta invitar a su casa a quien lleva en la muñeca el reloj del que nos despojaron por la fuerza la noche anterior. Los intereses económicos de España -como Aznar ha visto con claridad- no son solamente los de tres hoteleros y treinta inversionistas imprudentes que fueron en busca de beneficios de un "mercado" catastrófico que todos los expertos calificaban como de muy alto riesgo, mayor incluso que el de Haití. Hace décadas que se discute la legitimidad de adquirir propiedades injustamente confiscadas en periodos de excepción. Desde 1989, el principal conflicto en los países que abandonan el comunismo se deriva del establecimiento de los derechos de propiedad. ¿No vieron esos empresarios la propia experiencia española con relación al patrimonio inmobiliario de las centrales sindicales confiscado tras la guerra civil? Esa izquierda que hoy fustiga a los ex propietarios de la Cuba anterior a la revolución -cubanos, muchísimos españoles y norteamericanos-, recomendándoles el generoso olvido del despojo de que fueron objeto, lo primero que hizo tras la muerte de Franco fue exigir de la democracia española la millonaria. devolución de sus bienes expoliados o la debida compensación cuando eso no era posible.

¿Son ciegos estos empresarios hoy radicados en Cuba, o es más cómodo intentar ganar dinero fácil en medio del río revuelto, para, cuando se presentan los inevitables problemas, invocar la soberanía y el patriotismo e intentar arrastrar al Estado en su defensa? Es comprensible que esa treintena de empresarios españoles que acaso se vean afectados por la ley Helms-Burton hoy brame contra Aznar, pero a los treinta mil a los que Castro robó sus propiedades en los años sesenta, conseguidas con el sudor y lágrimas con que los inmigrantes se abrieron paso en aquella isla, con los que luego pactó unas miserables compensaciones y a los que nunca se llegó a pagarles nada, la política del inquilino de La Moncloa les sabe a justicia poética. Están de fiesta.

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Tampoco parece muy sensato percibir a Castro como el pariente pobre y cercano, mientras Clinton es el socio rico, pero distante y de ocasión. Eso es antiyanquismo de verbena. Los vínculos reales y efectivos que unen a los pueblos son los valores y las convicciones morales, no la filiación cultural esgrimida por los Gobiernos. Si los españoles en Bosnia, bajo el paraguas de la OTAN, están metidos en el fango junto a los norteamericanos, arriesgando la piel, o si, en defensa de la democracia y de un cierto modo de vida en el que creemos en Occidente, participan en la guerra de Irak, es una frivolidad reivindicar ante Castro la mitología hispanófila. Seamos serios: Castro y su régimen son enemigos de los demócratas españoles y de sus ideales. Los verdaderos amigos españoles de Castro han sido los etarras, a los que ha adiestrado, a los que da parada y fonda en La Habana, y la izquierda totalitaria que todavía suena con implantar en España una dictadura semejante a la cubana.

Más aún: el Gobierno de Castro es el único de toda América Latina que tiene redes de espionaje en España, y que no ha vacilado en intentar desde secuestros hasta asesinatos en suelo de la supuesta madre patria. ¿Es ése el "hermano" de raza que hay que tratar con guantes de seda y preferir a los norteamericanos o a los alemanes con que se comparte una común cosmovisión? ¿No estará la izquierda española confundiendo a la nación cubana con el Gobierno que la tiraniza?

Tampoco es cierto que el fin de la ayuda española contribuya a ahondar la miseria ya casi infinita de los cubanos. El desastre de la economía cubana se debe al terco mantenimiento de un sistema estatista minuciosamente controlado por la policía política. Pero los pocos cambios que Castro, a regañadientes, se ha visto obligado a efectuar -admitir algunos trabajadores por cuenta propia, permitir la creación de restaurantes familiares o "mercados campesinos" donde se venden ciertos excedentes agrícolas- han sido consecuencia de la falta de recursos para operar su hipertrofiado e ineficiente sector público. Es la crisis lo que fuerza a Castro a tolerar (de mala gana) el surgimiento de bolsones de sociedad civil. Aliviar la crisis con ayudas al sector público, lejos de fomentar la apertura, lo que hace es retardarla, como se ha visto en los últimos meses, conclusión que no debió escapársele a una persona tan sagaz como Carlos Solchaga. Tan pronto como Castro creyó que la economía había "tocado fondo", comenzó un proceso de involución hacia el más rabioso estatismo. Retornó, con entusiasmo, al error.

Tampoco es verdad que las inversiones en Cuba alienten la economía de mercado o creen un espacio económico lejos de la tutela del Estado. A Cuba se va a salvar monopolios en contubernio con el Gobierno, explotando empresas controladas por soplones y comisarios en las que se reproduce el mismo clima de terror que en el. resto de la sociedad. Empresas, por cierto, en las que los trabajadores carecen de derechos laborales, y en las que se les confisca el 95% del salario mediante un cambio tramposo de divisas por devaluados pesos nacionales. ¿Es ese despojo inicuo de los pobres lo que defiende la izquierda?

Aznar no sólo ha hecho lo que había prometido. Ha hecho lo que tenía que hacer. Ha sabido distinguir los intereses reales de toda España por encima de los de un ínfimo y temerario sector empresarial empeñado en ganar dinero apostando contra el sentido común. Le ha puesto fin a la esquizofrenia socialista de un Felipe González que repudiaba al castrismo pero respaldaba a su amigo Castro, que "metía" a España en la OTAN pero se abrazaba con el más entusiasta aliado de la URSS, que perseguía con saña a los etarras pero ayudaba a uno de los grandes benefactores de la ETA. Aznar, en suma, ha sido coherente en la defensa de los intereses y los ideales de la mayoría de la sociedad española. Ignoro, claro, si eso es rentable en estos extraños tiempos que vivimos.

Carlos Alberto Montaner es escritor y periodista, presidente de la Unión Liberal Cubana y vicepresidente de la Internacional Liberal.

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