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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Sangre en las estanterías

Juan Cruz

Al contrario de lo que dice el crítico George Steiner en el número de hoy de Babelia, el oficio más arriesgado del mundo no es el de editor, sino el del escritor en tiempos de ferias del libro, que ahora empiezan en toda España. Dice Manuel Vicent que el suelo sobre el que se asientan las mesas de novedades de las librerías es un charco de sangre de libros apuñalados por escritores rivales que de noche acuden a desplazar los títulos enemigos de los lugares de privilegio. Nada es tan dramático, pero sí es cierto que la lucha por arañar el favor desdeñoso del lector convierte la batalla campal por las listas de éxito en una feria peligrosa que cuando acaba deja mucho desconsuelo en la cuneta. Y todavía, sin embargo, no se ha encontrado, al menos en España, mejor forma de verificar amores y desdenes entre los lectores y los escritores vivos. Los perjudicados de la costumbre son los escritores muertos, pues sería interesante ver cómo quedaría un duelo ferial entre Cela y Cervantes, por citar sólo a dos parientes recientes. Es legendaria la anécdota de Juan Marsé, que estaba sentado firmando libros en una librería de El Corte Inglés y se vio sometido a la temida pregunta: "¿Y cuánto vale la mesa?" Ahora mucha gente cuenta esa anécdota como un talismán, para que no le pase, pero mucho más dramático fue lo que dice Juan José Millás que le ocurrió a él: una señora le pidió, por favor, que no le firmara el libro, sino que se lo escupiera; como la ocurrencia le resultó divertida a los restantes de la cola, Millás se pasó la mañana escupiendo sobre su obra completa. Las ferias del libro, como la literatura y como la vida, no han podido desprenderse de la amenazante manía de las listas, y ya ayer los periódicos empezaban a hacer cábalas sobre lo que sucederá en la de Madrid: ¿ganará García Márquez?, ¿vencerá Gala?, decía uno en concreto, y añadía que de ese tenor se hacían las más malvadas apuestas. La insinuación sobre lo malvado del asunto transparenta la realidad, porque ya se sabe que cualquier competición, por clara y blanca que sea, esconde dentro el aspecto punzante de las dagas. Pongamos por una vez la primera persona del plural: pocos se acuerdan de los que no firmamos nada, o casi nada; en una de estas ferias de calor y libros, este cronista firmó en siete días un solo ejemplar, que compró precisamente un escritor que enseguida se haría best-seller. Sin embargo, de los que no vendemos nadie hace listas, por una mal entendida compasión ante el supuesto infortunio: en un pueblo de León se premia cada año al ciclista que llega en último lugar en la carrera regional, y hay uno de esos deportistas cuya pasión es la de perpetuar su récord como farolillo rojo. Un equipo de fútbol de Galicia ha puesto precisamente el farolillo rojo como distintivo de su escudo de perdedor. Cuando no se firma -vean las listas: los que firman no son tantos, de modo que los que no firmamos somos una verdadera comunidad-, lo interesante es mirar al otro, al que firma de veras y sufre lo indecible ante el silencio del lector. Algunos lectores hablan, indagan sobre el libro, se interesan por la salud del autor, le conocen de otras ferias; pero la mayor parte de la gente es tímida y pasa en un rapto pronunciando quedo su nombre propio, o el de la madre, porque el libro es para un regalo, "yo no estoy interesada". Son implacables los lectores: a veces pasan, miran el género aún no ensangrentado, se fijan en la mano quieta del que aspira a firmar su novela acerca de asuntos imaginarios y finalmente optan por un manual sobre el buen uso de las tijeras. En las ferias del libro no preguntan por el precio de las mesas, pues allí no son ni atractivas ni útiles -los escritores se quejan de la provisionalidad frágil del mobiliario-, pero sí se da el caso de que el escritor sea confundido con el paisaje y algún lector le pregunte por la obra de otro, sin saber que eso hiere como un cáctus. No se ha inventado, decimos, mejor manera de juntar a los escritores y a su sustento; aquéllos se quejan del ajetreo y éstos deploran el calor y la falta de cuartos de baño en un recinto tan abierto y tan poblado como el que suele constituir la geografía de las ferias. Pero si no existiera la feria habría que inventarla, por muchas cosas, y al menos también, en el caso de Madrid, para disfrutar algún día de la melancolía del recuerdo de un personaje que vivió pacientemente una década completa de calor y libros en el Retiro de Madrid: Bruna, la desaparecida perra de Julio Llamazares.

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