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Oficios de tinieblas

"Hay un tinte mortuorio, un sabor de mortalidad en la mentira". Joseph Conrad El corazón de las tinieblas.Cuando pase algún tiempo y la sociedad española tenga el ánimo sereno, más allá de la política, habrá llegado la hora de abordar el fenómeno de la corrupción a fin de obtener útiles enseñanzas cívicas.

Ese quebranto de la moral, que es la corrupción, anida, previa a su expansión pública, en el alma del corrupto. En este sentido, se trata de una destrucción de la personalidad a manos del dinero. El dinero como expresión totalizadora de la vida, como único referente para entender la convivencia. Se trata, pues, de un cambio reducido en la propia naturaleza del ser, una descomposición, un pudrimiento del que nada bueno germina. Un cáncer moral.

El espanto que producen los casos de Roldán y Perote se deriva no sólo de los hechos gravísimos que se les atribuyen, sino de la procedencia vital de estas personas. Socialista, el primero, militar, el segundo, la sociedad queda especialmente dañada al contemplar la ruptura brutal con los códigos reforzados de las instituciones a las que el uno y el otro pertenecían: el énfasis, que desde su fundación ha puesto el PSOE en la honradez de sus miembros y el débito exigido por el Ejército en asuntos como el valor, el honor, la palabra dada y, en suma, la lealtad. No ha de extrañar, por tanto, que la corrupción, la deslealtad y la traición arrojen a sus autores en lo más hondo de la abyección.

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Una vez descubierto, el corrupto queda solo ante su propia conciencia. En esa situación no son muchas las salidas con que cuenta para sobrevivir. Una de ellas, aquella que les queda más a mano, la más práctica, a través de la cual puede sobrellevar la realidad con menor daño psicológico, es la mentira. La mentira, el autoengaño, como forma de vida. La sociedad puede tolerar esa actitud personal, pero viene obligada a prohibir socialmente su uso y ha de abstenerse de provocar ese vómito, aun en aras de supuestos beneficios colectivos.

Y eso, precisamente eso, es, a mi juicio, el disparate que están poniendo en práctica los jueces Garzón y Gómez de Liaño en su renovada cruzada. En busca de la verdad, o en pos de otros objetivos menos nobles, nadie está autorizado a usar medios que repugnan a los valores tan duramente construidos por la democracia. Y mucho menos si tales métodos se amparan en los privilegios que la sociedad otorga a quienes ejercen en su nombre la justicia. No es admisible buscar el, uso contra terceros de la mentira. El arte leguleyo, es decir, el retorcimiento de, las normas legales, no puede quebrar los procedimientos hasta colocarlos más cerca de los utilizados por el personaje de Orson Welles en su película Sed de mal que de cualquiera ideado por la democracia para construir pruebas en un proceso judicial.

Perdida la batalla para obtener por métodos legales documentos clasificados como secretos (con toda probabilidad robados por Perote al Cesid y transmitidos a Mario Conde), Garzón ideó una forma de blanqueo para esa información (obtenida ilegalmente y por tanto inutilizable en el ámbito judicial) mediante el registro judicial de la celda carcelaria donde ahora se aloja el ex coronel para encontrar allí, como por casualidad, esos papeles. Una patraña.

Al uso, a todas luces ilegal, de la prisión preventiva, utilizada para obtener inculpaciones a terceros; a la permanente mofa del secreto sumarial, protegido por la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC); a las entrevistas privadas entre juez e inculpados, que no constan en sumario alguno, se une ahora el uso torticero y alternativo de las condiciones de testigo e inculpado. Perlas todas de unos procedimientos que no se compadecen ni son el espíritu de las leyes ni con las leyes mismas.

Las últimas acciones justicieras, basadas en el paso de la condición de testigos a la de inculpados de Perote y Roldán, merecen un comentario. El testigo en un proceso viene obligado (por el artículo 433 de la LEC) a decir la verdad, lo cual tiene su correlato en el artículo 326 del Código Penal, que establece el delito de falso testimonio. El status de inculpado es bien distinto. El artículo 24 de la Constitución recoge el derecho del inculpado a no declarar contra sí mismo, a no declararse culpable y, naturalmente, a la presunción de inocencia. Esta no se pierde, incluso después de autoinculparse, hasta que se dicta sentencia. De estas garantías pretenden deducir los asesores, judiciales o no, de Roldán y Perote que éstos, al declarar como inculpados, tienen derecho a mentir. En otras palabras, aunque se demostrara que han injuriado, calumniado, realizado denuncias falsas o estafa procesal, no estarían sometidos a las penas previstas para tales delitos en el Código Penal. Tal abuso, de tomarse en serio, conduciría al absurdo. El ordenamiento jurídico jamás puede dar cobertura a un acto que dañe dolosamente a otros y dejarlo impune. Al inculpado no le es exigible la verdad, mas ello no le exonera de la obligación de respetar el patrimonio jurídico y moral de los demás. Autoinculparse de un delito, que en estos casos estaría prescrito (artículos 3.384 y 113 del Código Penal) para inculpar a otros, blindándose así contra cualquier acción posterior por injurias, calumnias, denuncia falsa o fraude de ley, es simple, lógica y jurídicamente inadmisible.

A la justicia no le está permitido ningún compadreo con este tipo de individuos y mucho menos el jugar con el fuego de las venganzas personales a través suyo, so pena, no sólo de contaminarse gravemente, sino también de caer ella misma en la inmoralidad y en el delito.

Desde cualquier punto de vista, resulta suicida el acoger con la más mínima benevolencia social o judicial las declaraciones nacidas del rencor, proviniendo, además, de individuos con crédito moral inexistente que tienen como único objetivo poner contra las cuerdas a personas e instituciones de las cuales dependen en no menor medida nuestra seguridad y nuestra convivencia. Que en un país, cuya lacra mayor es el terrorismo, un par de jueces, con trayectorias, intereses y objetivos fácilmente descriptibles, no se paren en barras a la hora de hurgar malsanamente en la seguridad del Estado no es un récord, es simplemente idiota.

La justicia, como poder del Estado, se ejerce con frecuencia individualmente. En este sentido, la inamovilidad del juez no hace sino reforzar su independencia como requisito de la imparcialidad, pero el abuso de tales prerrogativas (y pruebas de ello hay más que suficientes) conducen al desastre. Algo que ni la justicia ni la sociedad debieran tolerar por más tiempo.

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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