David Cronenbeg y los hermanos Taviani se unen a la epidemia de adaptaciones de novelas
Poderosa indagación de Rolf De Heer dentro de la silenciosa mirada de una niña
ENVIADO ESPECIAL Hay una vieja dolencia del cine que hoy alcanza proporciones epidémicas a causa de la coincidencia del aumento (motivado por la voracidad de la televisión) de la demanda de ficciones cinematográficas con una galopante carencia de historias propias. Esta dolencia, mucho más grave de lo que parece, es la dependencia de la narrativa fímica de la narrativa literaria, de la novela. El canadiense David Cronenberg, con Crash, y los italianos Paolo y Vittorio Taviani, con Las afinidades electivas, contribuyen a que esta pobreza de - inventiva persista y se agudice.
Sus películas cantan esta dependencia y son insatisfactorias. En cambio, el australiano Rolf De Heer, en La habitación tranquila, construye una ficción fílmica de gran pureza y convence.Rolf De Heer saltó en 1993 a la controversia y la fama con Bad Boy Bubby, película rebuscadamente cochina hecha aposta para asquear y que consiguió con creces hacerlo. Ya mundialmente conocido por esta magnífica cerdada, De Heer ha calmado su sed de notoriedad y su mirada se ha tranquilizado. Ahora, con reposo e incluso con finura, pone su oficio al servicio de una historia (admirablemente escrita por él mismo) en la que el obsceno autor de Bubby da un curso de pudor. La habitación tranquila explora serenamente y con brío dentro de la penetrante mirada de una niña de seis años que observa en silencio desde la mudez voluntaria y la perspicacia y elocuencia de su monólogo interior, el derrumbe del matrimonio de sus padres. Preciso, elegante filme de un experto en escatologías, coprofagias y estéticas de la mierda humana.
Si el vigor de este humilde filme procede de lo visual de su escritura, la endeblez de Las afinidades electivas -en la que los hermanos Taviani achican la grandeza de Goethe hasta reducirlo a una nadería- se origina en su pretensión de ser réplica cinematográfica a una novela con sombra histórica, pues tiene algo de relato programático y de soplo desencadenante del vendaval romántico a comienzos del siglo pasado. El desastre al que asistimos en la pantalla es mayúsculo.
Poner de verdad una novela en una pantalla requiere un concienzudo y complicadísimo trabajo de traducción total; y requiere una reelaboración de cabo a rabo del relato literario en cuanto unidad y en su totalidad. Nada de esto hay en esta pobre y elemental usurpación de un título y un argumento de alcance histórico, lo que no tendría relevancia alguna si fuera un caso aislado. Pero no lo es. Por el contrario estamos ante un eslabón entre los incontables que conforman la cadena epidémica de adaptaciones (la palabreja lo dice casi todo) y de conversiones de buenas y menos buenas novelas en malas y pésimas películas. Asunto grave y peliagudo, porque además de ser un signo de impotencia, indica abandono de la imaginación genuina del cine y falta de escrúpulos morales y estéticos en su aparato de producción. Un oscuro callejón que, si tiene salida, hoy por hoy no es visible, pues la ley de la cantidad domina despóticamente sobre la busca de calidad.
Esta dependencia epidémica de la narrativa cinematográfica de la literaria hay veces que adquiere. proporciones de patología aguda. Es el caso de los novelicidios cometidos por el buen cineasta -recuérdese la magnífica Inseparables- David Cronenberg en dos de sus últimas películas. En 1991 redujo a cenizas sangrientas el frágil, vulnerable y desgarrado entramado creado por William Burroughs en The naked lunch; y ahora este destrozo de la magnífica Crash, escrita por James Graham Ballard. Para mayor inri, el escritor -un hombre siempre escondido, que siente terror a salir de su territorio íntimo, pero que significativamente está aquí, acoquinado bajo los focos del glamour de Cannes 96- apoya en una carta pública ese destrozo de Cronenberg sobre su obra, lo que algunos interpretan como un ramalazo de su gusto a juguetear con lo suicida y otros como un más prosaico asunto de cuenta corriente. Probablemente, se trata de ambas cosas, que nada tienen de incompatibles.
El Crash de Cronenberg (que no el de Ballard) es un seudoporno pretencioso y vacío, con las tripas completamente desorganizadas por una diarrea de imágenes bien fabricadas técnicamente, pero mal interrelacionadas, sin tempo interior, es decir: con buena fabricación y eficiente dirección, que proviene de una reescritura en imágenes de la novela que degrada la misteriosa concisión de la prosa literaria en una secuencia que quiere ser abstracta, pero que se queda en imprecisa, salvo en la nitidez de algunas de las abundantes escenas de masturbaciones, y enculamientos entre James Spader, Holly Hunter, Rosanna Arquette, Elias Koteas y Deborah Unger, lo que indica sin lugar a dudas que es el olor a verde dólar lo que hacina y pone en erección la flácida mirada de este ocurrente simulador canadiense.
Babelia
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