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Reportaje:

Monrovia, una tumba a cielo abierto

Los civiles liberianos piden a Estados Unidos que despliegue a sus 'marines' para imponer la paz

Alfonso Armada

ENVIADO ESPECIALEl sendero de tierra y aguas fecales arranca de la avenida de las Naciones Unidas, la calle de la propia Embajada norteamericana. La muerte acecha enseguida. Hay tierra removida, tumbas recientes. Junto al campamento de Greystone, un terreno rodeado de altos muros coronados de cristales rotos donde cerca de 3.000 personas viven refugiadas de los combates que desangran Monrovia desde el pasado 6 de abril, el camino desciende bruscamente hacia el horror. Las moscas cubren por completo las caras y las heridas de los cadáveres que han pasado la noche a la intemperie. El olor es nauseabundo. Y el sol implacable. Restos de los feroces combates del martes. Un enfermero lleva un paquete liviano en las manos: lo abre sobre una tumba reciente y un niño de cinco años, "muerto de. cólera", cae sobre dos cadáveres que allí esperan.

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Hay dos tumbas frescas junto al campo de Greystone, propiedad de la Embajada de Estados Unidos. En la primera, dos adultos esperan que la tierra les espante las moscas. En la segunda, los camilleros dejan caer otro cadáver envuelto en un papel de cocina a modo de sudario. En medio del camino, indiferente al agua turbia que le pasa bajo el vientre, hay un muchacho tendido: tiene el cráneo completamente hundido y las moscas se afanan antes de que lleguen los enterradores. Bajando por el camino, el espectáculo se repite una y otra vez: "La gente de Charles Taylor [el Frente Patriótico Nacional de Liberial fueron cogidos entre dos fuegos por la guerrilla krahn, que abandonó por unos instantes su refugio en el cuartel de Barclay. Hasta 16 cadáveres había ayer aquí", dice uno de los enfermeros convertidos enterradores. Una salamanquesa huye de debajo de otro muerto con el vientre hinchado. De la boca le mana un hilo de sangre viva cuando es removido.

Restos de la huida

En las inmediaciones del antiguo distrito diplomático de Mamba Point, la vida parece haber huido de las casas pobres levantadas sobre pura roca. Un perro aúlla solitario en una casa cerrada, mientras de otra llegan los martillazos de alguien que se fortifica. Quedan por doquier restos de una huida precipitada: plantas resecándose y un hermoso zapato blanco de mujer, incrustado en una ranura: Alberto Gardamini, Italia. A unos metros, el noveno cadáver de la mañana recién inaugurada tiene la mano derecha levantada como implorando paz. De nada le sirvió. Las moscas dan cuenta de él.Benson Street corta en dos el noroeste de Monrovia. Es la calle en que supuestamente controlan los soldados nigerianos de la Ecomog, la fuerza africana de interposición incapaz de poner freno a las facciones que se disputan las ruinas de una ciudad floreciente. En teoría es una zona neutral de contención que ninguna milicia puede pisar, pero que todas atraviesan para hostigar a la parte contraria. La intersección con Newport Street exhibe las heridas encarne viva: casas reventadas a fuerza de morteros, artillería, incendios y pillaje. Newport Street se convierte cada día en la línea del frente. Hoy está en manos de la gente de Taylor: jóvenes con pinturas de guerra en la cara, pelucas inverosímiles y amuletos que les hacen creer que son invulnerables a las balas. Pasa un niño con una escurridora verde en la cabeza y se cruza con otro, de no más de 14 años, con un Kaláshnikov y seis machetes al hombro. En la zona de combate no hay ni rastro de mujeres. En el número 107 de la calle, entre la mezquita y la iglesia de Cristo, un cadáver yace al sol: tiene un extintor incrustado en el estómago y los intestinos fuera. Sentados en la escalinata de la mezquita, un grupo de combatientes se toma un respiro: fuman hierba y exhiben sus lanzagranadas para que los fotógrafos inmortalicen su bravura. El coronel de la esquina se llama a sí mismo Rocky Baby (Niño de Piedra).

Una ráfaga de ametralladora hace que todos los pájaros se callen súbitamente. El cielo sigue siendo de un azul inmaculado. Junto al restaurante Virgin, aniquilado, los jóvenes toman posiciones. Saltan al centro de la calle, disparan sus Kaláshnikov y gritan como posesos: para asustar al enemigo y ahuyentar su propio miedo. Ni son guerrilleros ni es una guerra. Son bandas de asaltantes que hace tiempo dejaron de obedecer a sus jefes. Los mismos líderes que en agosto de 1995 firmaron un acuerdo de paz en Nigeria que el pasado 6 de abril saltó por los aires al intentar los hombres de Taylor (quien desencadenó la guerra civil hace seis años) detener al general Roosevelt Johnson y propiciar que varios grupos krahn enfrentados entre sí se unieran.

Johnson se encuentra ahora en Ghana, adonde fue llevado para tomar parte en unas fantasmales conversaciones de paz que nunca se iniciaron. Su gente espera su regreso en el campo de entrenamiento de Barclay: una ciudad militar dentro de la propia ciudad, con hospital, iglesia, viviendas y salida al mar. Para llegar al campamento, donde resisten desde comienzos de abril miles de guerrilleros krahn (los que nutrían fundamentalmente el Ejército de Liberia) y casi 10.000 civiles, hay que cruzar una desolada tierra de nadie que cualquier chispazo puede convertir en campo de batalla. Un grupo de civiles muestra los estragos causados por la artillería pesada de Taylor, que el martes redujo a escombros una casa, y entrega un comunicado en nombre de vecinos de todas las etnias que viven en tomo a Barclay: piden que se decrete un inmediato alto el fuego y que todos los combatientes sean desmovilizados; que las organizaciones no gubernamentales (cuyos locales fueron saqueados y su personal evacuado) regresen con ayuda de emergencia y, sobre todo, que los marines norteamericanos, que únicamente protegen el perímetro de su Embajada en Monrovia, se desplieguen junto a las fuerzas de Ecomog e impongan la paz.

La pequeña clínica del campamento de Barclay es como muchos hospitales africanos: carece de todo. El hedor es irresistible y los enfermos, demasiados. Lorenzo Q. Dorr es el enfermero jefe. "Para nuestros 50 pacientes sólo contamos con un médico visitante. El martes tuvimos que atender a 70 heridos por los combates del día. Médicos sin Fronteras nos trajo ayer suero y algunas medicinas y jeringuillas, pero no podemos hacer casi nada". A pocos metros, en un cuarto amarillento, Albert Shan, de 17 años, se muere de cólera mientras su madre se deshace de dolor apoyada en el quicio de la ventana. Es tan sólo otro día de calor en Monrovia. Ni el parte meteorológico ni el humanitario anuncian cambios para mañana.

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