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El 'Titanic' flota de nuevo

Confieso mi predilección por ese género de libros que nacen de la recopilación de artículos aparecidos con carácter previo en la prensa. La gran ventaja que tienen es proporcionar el conocimiento del estilo y del talante de un escritor ante las incitaciones de la actualidad hasta tal punto que le convierten, de cara al lector, en cercano, previsible y casi íntimo. En ese tipo de libros se puede encontrar la variedad en los registros de un articulista o la perfección en tan sólo uno de ellos. Quien los lea puede, además, rememorar momentos significativos del pasado colectivo.Félix de Azúa acaba de publicar una colección de sus artículos, y entre ellos brilla de forma singular uno que, hace una docena de años, presagiaba males apocalípticos e inevitables. Presentaba a la cultura en Cataluña hundiéndose lentamente en el océano como aquel transatlántico considerado insumergible cuya tripulación vivió en alegre jolgorio hasta que el agua le llegó al cuello, Lo que Azúa denunciaba era la abrumadora, hasta hacerse agobiante, insistencia en la peculiaridad catalana practicada por unos profetas embarretinados mientras que en Madrid la cultura, incluso la oficial, aparecía, por vez primera, rozagante de incitaciones. Su conclusión era que en cuanto había un Gobierno poco fascista en Madrid, a los catalanes no les quedaba otro remedio que ir de peregrinación a la capital del Estado si no querían resquebrajarse de tedio.

El lector de artículos sabe de sobra que lo importante a veces es la ocasión y no tanto la doctrina que se imparte en él. Supongo que Azúa quería denunciar un mal posible y hacer una comparación inesperada porque, en efecto, la apertura de Barcelona en otros tiempos, en aquella época parecía superada por un Madrid en que las instituciones culturales habían hecho ya la transición. Pero a medio plazo -el transcurrido desde que el artículo fue escrito hasta el momento presente- el diagnóstico de Azúa, por fortuna, no se ha cumplido.

El Titanic -esa Barcelona abierta introductora de novedades ante un ambiente meseteño en otros momentos un tanto hosco- navega en 1996 apreciablemente bien y sin peligros en lontananza. La ciudad ha cambiado de piel y de horizonte: se ha abierto al mar y ha remozado de forma espectacular sus apariencias. Muchas instituciones culturales, nacidas de la iniciativa política o social, brillan con esplendor ofreciendo novedad y calidad; lo hacen, además, de manera sólida y estable. El Museo Picasso y la Fundación Miró son instituciones monográficas ejemplares que podrían servir de modelo a otras semejantes en el resto de España. El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, una novedad interesantísima, ha alojado, junto a muestras de interés predominantemente catalán, algunas excelentes exposiciones del Consejo de Europa. Idéntica pretensión, a la vez cosmopolita y embebida en lo propio caracteriza a la Fundación La Caixa. El propio Museo de Historia de Cataluña, que algunos han presentado como una muestra de exclusivismo nacionalista, responde a una preocupación pedagógica muy actual. Es muy posible que en algunas actuaciones haya existido lentitud -el Museo Nacional de Cataluña- o una mezcla de exceso y falta de criterio -el de arte contemporáneo-, pero esa Barcelona acosada por el provincianismo atroz que temía Azúa nada tiene que ver con la de 1996, una de las capitales europeas más prometedoras y sugestivas.

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¿Obsesión nacionalista? Cuando se observa con detenimiento y un mínimo de perspectiva el tiempo transcurrido, se comprueba que en Barcelona se ha producido una ampliación de las coincidencias más que una cerrazón de los horizontes provocada por los más nacionalistas. No sólo en la realidad política cotidiana, sino también en la cultural, lo que caracteriza a la capital catalana son diferencias en el matiz del catalanismo, sin que ello signifique encapsulamiento. Será posible, por ejemplo, apreciar una mayor insistencia en un cierto neorromanticismo esencialista en algunos, pero la distancia que media entre unos y otros en el mundo intelectual y cultural catalán es infinitamente inferior a la existente entre el área conservadora y la socialista en Madrid. Lo curioso del caso actual es que el lerrouxismo es hoy día un fenómeno madrileño. Más que en ninguna época anterior, Barcelona -el catalanísmo cultural y también el político- quiere explicarse. Los libros que aparecen acerca del particular -algunos de ellos muy autocríticos- se publican en sus editoriales. Las exposiciones acerca de la relación dialéctica entre las dos capitales de la cultural y la política españolas (ese Madrid-Barcelona, paralelo al París-Nueva York que un día organizó el Pompidou) se preparan allí y no en Madrid.

Porque conviene no olvidar que si el diagnóstico de Azúa, por lo rotundo y decidido, contribuyó a evitar que el catalanismo se embebiera en la autocontemplación, por otro lado la Atenas manchega ha resultado mucho más lo segundo que lo primero. No siempre ha habido, por tanto motivo para el peregrinaje a orillas del Manzanares. Las instituciones públicas ya existentes o las de nueva creación han elevado el nivel de la oferta cultural, pero basta citar el nombre de Maella para que se nos ruborice el alma hasta las cejas. Existen fundaciones privadas ejemplares, como la March, pero ha sido frecuente la existencia de otras por completo carentes de criterio, de algunas que han dedicado sus fondos a repartirlos entre los partidos -por no tomarse la molestia de pensar en cómo gastarlos- o de algunas que se han desvanecido sin que se las dejara cuajar (por ejemplo, Banesto ha mantenido de su etapa anterior a Miguel Induráin, pero no a la fundación que creó, dedicada a la protección del patrimonio histórico). A pesar de la meritoria labor de algunos funcionarios, la política cultural municipal y regional no acaba de encontrar una parcela propia. A veces, a falta de ideas, elige la senda de retrospección casposa o del jolgorio etílico. En la vida cultural madrileña conocíamos ya algunas figuras arquetípicas como ese género megalómano ahora reencarnado en ese ex rector capaz de poner oficinas de su universidad en Alma Ata o de inventarse un centenario para gastar alegremente unos centenares de millones. La transición ha presenciado tipos nuevos de picaresca cultural como el trincón de subvenciones, la señora desocupada de bachillerato improbable pero transida de cultura, el fascista resurrecto -ese ex comunista que acaba de descubrir a José Antonio- y este hampón literario, más propio de película de Ozores que de Bogart, que escribe supuestas picardías con seudónimo en las mismas páginas de un diario en que su nombre aparece también al final de artículos supuestamente sesudos.

Todos estos espectáculos, tan mesetarios, merecen poco entusiasmo, y menos aún peregrinaciones desde la periferia. Es cierto que en veinte años el cambio en la oferta cultural española ha sido espectacular, pero a estas alturas, muy lejos de cualquier hegemonía, se debiera exigir bastante más. Hoy sería necesario convertir la sempiterna relación dialéctica entre Barcelona y Madrid como capitales de cultura en una competencia por la calidad. El procedimiento para conseguirlo resulta de sobra conocido: la profesionalización de la gestión cultural y el criterio de calidad. Si existieran de verdad, ninguno de los dos Titanic se hundiría y, en la carrera, ambos ayudarían a superar la velocidad de crucero colectiva.

Javier Tusell es historiador.

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