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Tiempo de Cuaresma

Lejanos los carnavales del gran auge de los ochenta y concluido el viacrucis de la depresión de los noventa, la tarea que aguarda a los populares es dar otra vuelta de tuerca desde el poder al gasto presupuestario, recortado ya por el último Gobierno González. Esa exigencia de austeridad no la dicta un sentido del deber interiorizado por el superego freudiano o por los terrores ignacianos al fuego eterno; el castigo no serían las ardientes llamas del infierno, sino los hielos de las tinieblas exteriores a la Unión Europea y la eventual pérdida de los fondos, de cohesión europeos. La reducción del déficit público al 3% del PIB para 1997 es uno de los cuatro criterios de convergencia exigidos por el Tratado de Maastricht (los tres restantes se refieren a la deuda pública, la inflación y los tipos de interés) para acceder a la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria e ingresar en el selecto club de la primera velocidad europea.Tras el Consejo de Ministros del pasado viernes, el vicepresidente Rato anunció una reducción presupuestaria de 200.000 millones, que afectará a la inversión pública y a los gastos y a las transferencias corrientes, pero que dejará intactas las prestaciones sociales. Sin embargo, no habían pasado 72 horas cuando José Barea, recién nombrado director de la Oficina Presupuestaria del Presidente del Gobierno, declaraba a bombo y platillo que ese recorte debería ser ampliado al menos en otros 400.000 millones. Con la fotogenia pintoresca de los sabios distraídos, benévolos e imprevisibles de las películas de Walt Disney, resulta difícil averiguar si Barea es el jefe de un distinguido servicio de estudios para uso exclusivo del presidente Aznar o la sombra del vicepresidente Rato: algo así como una virtuosa señorita de compañía dedicada a vigilar los comportamientos viciosos de su pupilo o como la reencarnación en forma de economista del valencianista Magriñán, que logró secar al legendario Di Stefano en el momento cumbre de su carrera futbolística.

La extracción de una pieza aislada que resulta funcional dentro de un determinado sistema político para insertarla en un entramado institucional animado por una lógica diferente suele producir malas consecuencias: la oficina presupuestaria del sistema presidencialista estadounidense tiene un difícil encaje dentro del parlamentarismo español. El llamamiento de Barea a extremar la parsimonia del gasto público en 1996 reduce todavía más los márgenes operativos de maniobra del nuevo Gobierno, situado demasiado cerca de las paredes maestras del Estado de Bienestar para poder seguir retrocediendo sin peligro. Las promesas electoralistas del PP de imponer un drástico adelgazamiento de la Administración Pública eran poco realistas: las grandes organizaciones burocráticas ofrecen siempre serias resistencias a ese tipo de dietas. Una eventual disminución de la tasa de crecimiento de la economía española a lo largo de 1996, disminuiría los ingresos fiscales y aumentaría los gastos de ayuda al desempleo. El nuevo sistema de financiación autonómica pactado entre Aznar y Pujol exigirá probablemente mayores recursos presupuestarios. Finalmente, nadie está en condiciones de cifrar todavía los ingresos derivados de las futuras privatizaciones de las empresas públicas.

En su primera reunión, el nuevo Gobierno anunció que su gestión estará presidida por la austeridad y por el compromiso de ejemplaridad en las conductas públicas. Harían mal los populares si se tomasen esa promesa a beneficio de inventario retórico. Tras su llegada al poder, demasiados gobernantes socialistas consideraron compatibles las exhortaciones a que los españoles se apretasen el cinturón con la utilización abusiva de los bienes posicionales y de los servicios públicos puestos por el Estado a su disposición. La coartada complaciente de que la moderación de los gastos de representación y el tren de vida de los gobernantes contribuye a la disminución del déficit público tanto como la supresión del chocolate del loro en los hogares tronados difícilmente será aceptada por unos ciudadanos invitados dramáticamente por la Administración a sacrificarse por el futuro colectivo.

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