Escuelas en ruinas
Basta alejarse un poco de los últimos límites de las ciudades o ir más allá de las líneas rectas de las autovías para encontrarse en otro país , en una tierra interior que a veces es de desiertos y ruinas y otras veces asombra al viajero con una irrupción de oasis a la vuelta de una curva de la carretera. He viajado estos días a través de llanuras ocres teñidas de los verdes más suaves que la mirada puede percibir, en tardes de sol que poco a poco se nublaban y se volvían grises y azul marino hacia el anochecer o- se convertían en el tránsito de pocos minutos en tardes de lluvia, una lluvia reluciente de abril que termina enseguida y deja los colores del paisaje más limpios y vívidos. He cruzado, por la provincia de Cuenca, en dirección a Teruel, espesuras de pinares y chopos en las que el ruido del viento en las hojas se confundía con el de las aguas de un río que bajaban vigorosamente crecidas y serenas después de las lluvias del invierno. He visto gargantas donde las rocas parecían de lejos torreones de castillos y tenían un color violeta imposible, una tonalidad perpetua de luz de amanecer detenida y fosilizada, en la piedra. Se deja atrás la ciudad, se aparta uno de la geografía de asfalto y de señales de tráfico en la que transcurre sin que se dé cuenta gran parte de su vida, y lo que descubre o recuerda es otro país, en general más pobre, más ancho, más vacío, con desiertos (le agricultura abandonada y muladares de chatarras, con oasis de arboledas y agua y bares de carretera donde retumba el volumen de un televisor y hay expositores con miniaturas de navajas de Albacete, con vídeos pornográficos, con productos gastronómicos de la tierra, con grandes bastones de plástico transparente rellenos de caramelos y cintas apócrifas de Joselito o de El Fari.Hay otro país, olvidado, perdido, monótono en su penuria, idéntico en casi todas partes, así que da lo mismo la pobreza castellana que la de Extremadura o la de las tierras hondas de Jaén o de Córdoba, o de la provincia de Madrid: los mismos bares de carretera, los mismos programas y partidos de fútbol en los televisores, las mismas islas de belleza sin provecho ni testigos. De pronto, al otro lado de la ventanilla del coche, se acaba la estepa y surgen anchos valles de un verde punteado por el rejo de las amapolas y el amarillo de los jaramagos. Hay alamedas a las orillas de los ríos y vegas de manzanos recién florecidos, con esa delicadeza de pintura japonesa que tienen de cerca las ramas de los manzanos, un blanco con matices rosa, un vendaval súbito que trae el presentimiento de la lluvia y agita en el aire un remolino de pétalos.
Uno quisiera saber el nombre de cada árbol, de cada pájaro que ve cruzar por la carretera o volar lentamente en el cielo nublado. No saber cómo se llama una flor amarilla o violeta que tengo delante de los ojos o una planta aromática con pequeñas corolas azules me enoja conmigo mismo, me hace pensar que las cosas no las veo del todo mientras no puedo nombrarlas, así que mi desconocimiento es una forma de ceguera, un torpe andar a tientas en medio del espectáculo admirable del mundo. Me acuerdo con remordimiento y envidia del modo en que saben nombrar las plantas y los matices del reino mineral Miguel Delibes o Antonio Machado: no hay más poesía que la de la exactitud.
Despojado de palabras, yo viajo mirando y señalando con el dedo las cosas cuyos nombres ignoro. Veo extrarradios de ciudades y cruces de carreteras que pueden estar igual en las llanuras de La Mancha que en las de Olkahoma, para satisfacción de esos escritores españoles cuyo ideal de estilo es una mala traducción de una mala novela norteamericana sobre autopistas y moteles. Veo aldeas en las que se mezclan los escombros de casas de adobe con naves de bloques de hormigón y torres inverosímiles de pisos, y en las que a un paso del edificio terroso de la iglesia hay una discoteca o una whiskería para camioneros dotada de cartel luminoso y de genitivo sajón. Veo ruinas, sobre todo: ruinas de casas de labor con las techumbres caídas y tapadas por la maleza; ruinas de pueblos enteros que fueron diezmados por la emigración y la muerte y en los que a veces se ve al pasar la silueta solitaria de un superviviente, un viejo o un pastor; ruinas de cultivos, de acequias y bancales casi borrados del paisaje.
Pero de todas las ruinas las más tristes son las de las estaciones de ferrocarril y las de las escuelas; sobre todo si uno pertenece a esa especie en extinción de progresistas que confiaban en los adelantos tecnológicos y en la instrucción pública como remedios contra la injusticia social. Nadie considera que haya que reducir los gastos fabulosos de nuestra sumisión a los coches, nadie calcula los cientos de miles de millones que cuestan las autovías, los túneles, los cinturones de ronda, los aparcamientos subterráneos, pero el Estado, en la última década, ha desmantelado los ferrocarriles que cruzaban las tierras más pobres con el pretexto de su falta de rentabilidad. Nadie controla el despilfarro de las satrapías regionales ni de esos canales autonómicos de televisión que compiten entre sí en el abastecimiento de basura: pero en las zonas rurales, en las más maltratadas por la pobreza y el aislamiento, se están cerrando, para economizar, es cuelas e institutos, se está empujando a. los alumnos a un nomadismo de madrugones y de largos viajes de autocar. Cada vez que se cierra una escuela o se abandona una línea de tren se funda una ruina futura, se inaugura una expectativa cierta de desolación e ignorancia. Ahora los padres y los profesores se están amotinando contra el desmantelamiento de las escuelas rurales, y a mí me parece que su rebeldía es la más noble y la más digna, la más urgente de todas. Sin los hermosos edificios de las estaciones y de las escuelas el campo es un desierto. Mucho más que la faraónica inauguración del Teatro Real me importa el cierre de un solo instituto de pueblo.
Babelia
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