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La cuota

Vicente Molina Foix

No hay que rasgarse las investiduras, que ahora empieza el baile de los debutantes. Para los que sólo somos espectadores de esta nueva función que se inicia, y ni siquiera pagamos en su día la entrada para verla -la mayoría de ciudadanos que no votamos al PP-, la inminencia del espectáculo recuerda ese momento, entre la solemnidad y el engorro, que precede mientras los músicos afinan sus instrumentos, a los conciertos. ¿Qué nos van a tocar?Yo no soy de los pesimistas, que en sus respuestas señalan una parte concreta y colgante de la anatomía masculina. Yo soy esperantista; aguardo, en la curiosidad que todo debú en las tablas me merece, "con esperanza, sin convencimiento", invirtiendo el verso de Angel González. Y espero con especial interés lo que el nuevo Gobierno vaya a hacer en el ramo de la cultura, que es al que uno, encaramado de algún modo en él, más le incumbe. En ese ramo ya ha habido quinielas, y hasta un carné de ministrables. Dicen que Aznar le ha ofrecido el ministerio a Vargas Llosa y que éste lo ha rechazado, prefiriendo quedarse con el Cervantes. Dudo mucho que el escritor, con una importante obra literaria por hacer, quiera de nuevo intentar la política, que tanto tiempo quita a las actividades serias (como bien sabe la saliente Alborch). Y dicen otros que se nombrará entonces a Esperanza Aguirre, la teniente de alcalde de Madrid, cuyos méritos visibles para el puesto serían una gran admiración por la Thatcher, un recelo por la cultura vanguardista, que tiene, dice, "menos aceptación popular", y una actuación intransigente y autoritaria en el caso del teatro Alfil, cuando era concejala de Cultura. Menos mal que otros dicen que no, que a Esperanza Aguirre le van a dar Medio Ambiente, lo cual veo más apropiado, pues a esta dama un ambiente entero le viene grandísimo. Lo que no soy por tanto, como se ve, es esperanzista.

Pero antes del minué y la jura de los ministros está la otra pregunta: ¿habrá Ministerio de Cultura? El programa del PP prometía que no, anunciando una fusión con Educación, que es tan desigual y antinatura como en su día lo fue la de Interior y Justicia. Desde el punto de vista estructural, y dado el carácter básico de las cuestiones educativas, la cultura quedana en ese ministerio bicéfalo como un apéndice o añadidura suntuaria. Peor sería, con todo, que después de la exaltación cultural que el PP viene haciendo últimamente, quizá en parte debida al cursillo de formación poética acelerada de su líder, la mutilación de un Ministerio de Cultura potente y bien dotado se debiera a razones de cuota.

No es ningún secreto que en el nuevo mapa autonómico español las culturas autóctonas, fomentadas políticamente, se han desarrollado y afirmado, produciéndose sobre todo en el campo de la plástica, el teatro y la músIca una floración que entre otros méritos y deméritos ha ganado más que identidades nuevas públicos nuevos. En el caso de Cataluña, y de Barcelona más en particular, la actuación museística, urbanística y teatral la ha situado en una posición indiscutible de vanguardia. Espero no incurrir en el vicio del centralismo, uno de los pocos que no cultivo, al sostener que en un momento tan interesante de cuantificación y reparto de los tributos, las obligaciones, las fuerzas del orden y hasta el peculio estatal, la cultura, que es una casa sin puerta y sin lengua exclusiva, sin más usufructuarios y mas servidores que los que libremente se dan a ella, debería tener una fachada alta y afianzada. Tras ella cabrían instituciones fuertes y de interés general como, por ejemplo, el Museo del Prado, un teatro nacional que represente por toda España obras modernas y clásicas en la len gua común a todos, un organismo rector del cine en sintonía con el modelo francés, un Instituto Cervantes sin el las tre del funcionariado diplomático. Que la sede de esas instituciones radique en Madrid y tenga el nombre de ministerio es un dato administrativo más que político, y no entorpece ni quita nada a lo que se haga en otras latitudes y otras lenguas de la propia España. Pues de lo que se trata es de que en un país plural, pero culturalmente aún invertebrado, haya una entidad simbólica, significante, donde puedan confluir las memorias de lo pasado, las miradas al porvenir, el más libre estímulo creativo y las obligaciones subsidiarias de un Estado moderno que también debe atender a las vestiduras del alma de sus ciudadanos.

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