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FERIA DE ABRIL

Presidió el botones

Presidió el ayuda del ayuda, o sea, el chico de los recados; es decir, el botones. Los toreros tenían puesto en el palco a su hombre de paja, naturalmente a la orden, y en cuanto uno de ellos le hizo señas de que el toro no veía, lo devolvió inmediatamente al corral.Ipso facto, expresaban los clásicos. El torero oftalmólogo era Ortega Cano, que había pasado las de Caín con ese toro. No se trataba de ningún toro pregonao sino que embestía con geniecillo y pues la grey torera no está acostumbrada a semejantes sobresaltos, un peón se vio achuchado, el ciego presunto arrebató a Ortega Cano el capote y no teniendo más enemigo cerca oteó el horizonte buscando a quién partirle la cara.

Atanasio / Ortega, Rincón, Ponce

Toros de Atanasio Fernández, escasos de presencia excepto 1º y 6º varios anovillados, algunos con trapío de vaca, inválidos y amoruchados. 4º devuelto por inválido. Sobreros de Aguirre Fernández Cobaleda: el primero devuelto porque Ortega dijo que no veía; el segundo, anovillado, noble.Ortega Cano: estocada atravesada caída echándose fuera, rueda de peones y siete descabellos (silencio); estocada traserísima (bronca). César Rincón: pinchazo saliendo perseguido, pinchazo y estocada delantera ladeada (silencio); media delantera aviso-y descabello (ovación y salida al tercio). Enrique Ponce: bajonazo descarado (ovación y salida al tercio); pinchazo y estocada (ovación). Plaza de la Maestranza, 25 de abril. 9ª corrida de feria. Lleno.

Descubrió en la inspección ocular al propio Ortega Cano que le llamaba desde el platillo, acudió veloz a la cita, perdió los vuelos del capote pues lo manejaba sin tino el capoteador, tomó los que le ofrecía Curro Cruz y seguirlos fue su ruina. Burla burlando acabó bajo las garras del siniestro individuo del castoreño, y éste -mílite incivil, grosero tundidor de espinazos- le tapó la salida, metío vara por donde la riño- nada y quiso convertirlo en hamburguesa.

Tocaron a banderillas y fue cuando Ortega Cano hacía aspavientos desde el burladero, su apoderado se señalaba el ojo con tanto empeño que de poco se lo saca, triandaron recado al palco y ya no hubo más dilación: el ayuda del ayuda entendió el mensaje presto y mientras con una mano también se ponía el dedo en un ojo, con la otra sacaba el pañuelo verde. Ipsofacto. El toro al corral.

E, ipsofacto, la Maestranza se encrespó. No toda. Hay una parte de la Maestranza que no se encrespa por nada: sólo va a aplaudir. Pero queda otra a la que ya han tocado las narices y no está dispuesta a tolerar tanta estafa.

Feria y fiesta -y los taurinos que las manejan- se pasan de castaño oscuro. Por novena tarde consecutiva -se exceptúa la tarde de los victorinos ni los- toros son toros, ni el sucedáneo que sacan sirve para nada que no sea sumir en el bochorno a quienes contemplan la carnicería.

Los ministros Corcuera y Belloch, con sus adláteres, han condenado a desaparecer. la fiesta, dejándola en manos de un club de taurinos desvergonzados, para quienes lo único respetable del espectáculo es el dinero que el público se deja en las taquillas.

Moruchos de pura cepa con aspecto de novillos y pinta de vaca asturiana, desmochados además, soltaron al albero maestrante y un servidor no tenía la culpa, sus vecinos de localidad tampoco. Será que ese género les conviene a los taurinos, ellos sabrán para qué.

Ortega Cano fracasé con los toros que le correspondían y con el que su botones se sacó de la manga. César Rincón careció de recursos lidiadores frente al topón tercero y los recuperó para cortar la huida querenciosa del quinto, encelar su moruchez, sacarle a base de coraje unos derechazos y naturales, y debió de perder luego el sentido de la medida pues no veía el fin y acabó siendo un obstinado pegapases. Enrique Ponce cumplió.

Cumplió decorosamente Ponce. Bien con el capote en el tercero, le hizo un quite por delantales, lo llevó a una mano al caballo y lo puso en suerte embebiéndole en una suave larga. Sus faenas a ese y al sexto morucho tipo vaca resultaron deslucidas porque uno se caía continuamente, el otro tiraba al monte negándose a embestir. Bueno, son cosas que suceden. Tuvo los toros que exigió, como siempre; y si le salió el tiro por la culata, las reclamaciones al maestro armero. O al botones, que para eso lo tienen: para llorarle en el hombro, para mandarle a por tabaco o para pegarle una patada en el culo, según les venga el aire.

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