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Tribuna:
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Los árboles y el 'moviline'

Verdaderamente hay asuntos frente a los cuales no se sabe qué hacer, hay lamentos que se ignora por completo hacia dónde dirigir. Asuntos y lamentos que podrían parecer insignificantes y que sin embargo, repentinamente, se muestran reveladores, porque si, siendo pequeños, nos conmueven tanto, será porque llevan en sí una fuerte carga simbólica que nos señala, de una manera íntima, los desastres que nos cercan, que incluso nos dominan.Exponer o denunciar estos pequeños asuntos, lamentarse públicamente por ellos, no creo que resuelva nada, quizá sólo sirva de desahogo personal, pero ¿a quien dirigirme?, ¿ante qué ventanilla del Estado puedo presentar una reclamación sobre la destrucción de por lo menos dos docenas de magníficos árboles -su perímetro no se podía abarcar por los brazos- que bordeaban el paseo de Camoens, en Madrid? ¿No es éste en verdad un asunto insignificante frente a las calamidades que padecemos y las muchas otras que nos amenazan, frente a los problemas entre los que se debate la humanidad?

Pero la desolación que ahora presenta el paseo se me ha colado en el alma y me ha hecho meditar sobre este mundo despiadado que con tanta seguridad impone sus reglas. De los árboles, que: fueron cortados a unos veinte centímetros de la base, sólo queda el triste tronco, aún enraizado a la tierra mostrando la madera clara de su interior. Imagino que van a ensanchar este paseo, que más que paseo es carretera, que van a construir aquí, en mitad del parque del Oeste, una amplia carretera para los innumerables coches que entran y salen de Madrid hacia la zona norte. No he escuchado aún la protesta indignada de ningún grupo ecologista, no sé. quién, a excepción de quienes transitamos por este paseo, se ha enterado de semejante atropello. ¿Es que merece la pena cortar unos árboles que parecían haber conquistado, a fuerza de tiempo, su derecho a existir, para que los coches discurran a mas velocidad en medio del parque si luego van a ser necesariamente retenidos en el nacimiento de la calle del Marqués de Urquijo, si es que se va camino de Madrid, o en la glorieta que da inicio a la carretera de Castilla, si es que se sale de Madrid?, ¿es que no había otra solución?

Cuesta creer que unas personas que valoran tan poco la existencia de los árboles en uno de los pocos parques frondosos que hay en Madrid estén dispuestos a facilitarnos la vida a los ciudadanos, ni siquiera a quienes, supuestamente, parecen beneficiar con esos gestos tajantes, a los conductores de coches. Yo no creo posible que quien ha tomado esta decisión sea alguien capacitado para decidir qué es lo que me conviene a mí, conductora de coche, usuaria de esa carretera, la carretera por la que entro y salgo de Madrid las pocas veces que ya voy a Madrid -pocas, porque no quiero llevarme, esta clase de disgustos, que caen sobre disgustos más personales o profundos-. En una persona que ha tomado esta decisión yo no puedo confiar, es un enemigo de la vida, de la verdadera vida, un enemigo de la belleza, la poca belleza que tenemos y que se ha conseguido lentamente, durante años.

Pero esta decisión responde a la arrolladora voz clamorosa que se ha extendido por el aire y que nos empuja a aumentar nuestra velocidad, nuestra absurda vorágine. En el mundo de los todoterreno, de los teléfonos móviles, del Internet, de la comunicación por la comunicación, de la ubicuidad por la ubicuidad, del control por el control, los viejos y hermosos árboles de los paseos no tienen mucho lugar, resultan un obstáculo. No nos entretengamos en sortearlos, eliminémoslos, tenemos tanta prisa por llegar al aparcamiento, a la oficina, a una comida de negocios de verdad trascendentes... Nos hemos hecho muy importantes con todas esas prisas, nos han dado una gran sensación de poder. Así que no vamos a censurar que corten de un tajo brutal estos viejos árboles, la persona que ha dado la orden lo ha hecho pensando en nosotros, en nuestra prisa, en nuestro todoterreno y en nuestro moviline.

Así es, por desgracia. La corriente de la brutalidad se está imponiendo. Tengo la desoladora impresión de que nos estamos aproximando cada vez más al absoluto vacío en los mensajes que se cruzan por las pantallas de los ordenadores, por las ondas misteriosas que llevan y traen las voces. Y aunque sólo pueda vislumbrar el vacío de los mensajes que se cruzan por el Internet, sí he palpado el que emana de los teléfonos móviles, puesto que los hombres que los usan con tanto entusiasmo -debo decir que hasta el momento no he visto a una mujer sosteniendo públicamente un moviline, lo cual quizá únicamente indique el retraso con que las mujeres se incorporan a los adelantos de la técnica y de la sociedad-, estos hombres, como todo el mundo habrá tenido más de una ocasión de comprobar, hablan en espacios públicos y en voz muy alta y se puede comprobar con toda evidencia la absoluta inanidad de sus conversaciones. No parecen, en todo caso, asuntos urgentes, asuntos destinados a cambiar el mundo en ese mismo instante. Pero ahí están estos hombres, tan ufanos, a nuestro lado o paseando, con el moviline aplicado a la oreja, lejos de nosotros, pobres personas que para consolarnos de nuestra desconexión total con el mundo, abrimos un libro...

Para ellos han cortado los árboles del paseo de Camoens, es evidente. Y por eso yo no puedo fiarme en absoluto de la persona que ha dictado la orden, porque hacia allí donde se dirigen estos ejecutivos con el moviline yo no tengo ningún interés en llegar. Y es posible que si ellos se lo piensan un poco, tampoco lo quieran y que en algún momento reprochen a sus admiradores -a aquellos en quienes han confiado la organización y el gobierno de sus asuntos de la ciudad, con la esperanza, es de suponer, de que la vida en ella sea agradable y placentera- que hayan cortado los árboles de los parques. Es posible que un día los que ahora parecen beneficiarse de esta barbarie vuelvan hacia atrás los ojos con dolor, encerrados en la ciudad desmesurada, monstruosa, en la tupida red de comunicaciones sin nada que comunicarse, en esta vida vertiginosa que nos va despojando de todo, que pretende convertirnos en autómatas presurosos que, empujándose unos a otros, recorren febrilmente ilimitadas autopistas, sin metas, sin hogar.

Soledad Puértolas es escritora.

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