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Tribuna:DÍA DEL LIBRO
Tribuna
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Todo es nuestro

Javier Marías

No hay duda de que si hay una empresa en la que sus diversos participantes viajan en el mismo barco es la creación y difusión del libro. El beneficio y las pérdidas de los libreros son también los de los distribuidores, los editores, los periodistas y los escritores, que por ello deberíamos sentirnos más- unidos y no vernos unos. a otros nunca como enemigos ni tan siquiera rivales, sino como aliados inevitables y eternos, Y así nos vemos, por suerte, las más de las veces.Se diría que en una fecha como el 23 de abril la unión y la celebración habrían de ser mayores que nunca. Esa delicada costumbre de regalar un libro, iniciada en Cataluña, seguida en el resto de España y a partir de este año exportada a una docena de países con el beneplácito de la Unesco -organización que nunca ha sabido a qué se dedica, pero que en esta ocasión se ha comportado-, no sólo es uno de los gestos más civilizados que puedan imaginarse, sino además un enorme estímulo para cuantos contribuimos a la existencia de las páginas impresas y ahora también oídas en una grabación o vistas en una pantalla. Y, sin embargo, en esta fecha los escritores nos diferenciamos en algo de los libreros, distribuidores, editores y periodistas: debemos tocar madera, porque se trata de una jornada tan propicia a nuestra perduración espiritual como a nuestra desaparición física. Que Shakespeare y Cervantes murieran el 23 de abril de hace trescientos ochenta años, aunque según calendarios distintos, es suficiente riesgo en tiempos como los actuales, tan llenos de supersticiones numéricas. Si se añade que también murió ese día del mismo año el que podemos considerar primer escritor americano de la historia, el Inca Garcilaso de la Vega, comprobaremos que ni siquiera ser de otro continente pone a salvo en semejante fecha fatídica. Pero no se trata sólo de la amenaza o peligro, sino de la tentación: con tales predecesores no sería de extrañar que, a falta de otros recursos, muchos escritores nos sintiéramos propensos . a dejarnos morir e incluso a suicidarnos hoy para tener en común algún rasgo con esos nombres ilustres, aunque fuera un rasgo macabro. Ruego, por tanto, que se nos cuide y trate con especial miramiento en día tan aventurado.

No me olvido, con todo, del mayor protagonista de esta celebración, el lector, para quien el beneficio es en principio. más dudoso, ya que dependerá de la satisfacción que le proporcione el volumen elegido, cuando lo lea y dé por buenos su gasto y su gesto o bien los juzgue un despilfarro. Creo yo que lo que adquiera hoy no deberá verlo nunca como esto último; no sólo por lo que ya dijo el clásico, que no hay libro tan malo que no contenga algo de provecho, sino porque con la compra del peor texto' posible estará contribuyendo a la escritura futura del mejor posible. La buena literatura también se nutre de la mala, y aun la más desdichada merece respeto, porque rellenar hojas es en todo caso una tarea paciente y sin duda entusiasta, algo hecho con buena fe siempre y mejores resultados, al menos para el que la ejerce.

A veces pienso -con ingenuidad, seguro- que si todo el mundo escribiera no se cometerían asesinatos, porque lo que la literatura permite es asistir a las vidas, imaginarlas en su concreción y en su unicidad, explicárselas y no juzgarlas, y sobre todo impide considerarlas como una abstracción o un número vacíos de contenido, de biografía, de historia. Eso logran la narrativa y el drama, entre otras cosas; la poesía nos hace más conscientes de la nobleza y la capacidad de juego de ese instrumento diario al que tan poca atención prestamos, la lengua que hablamos, y en nuestro país son cuatro; el ensayo nos da conocimiento e instruye, pero sobre todo nos ayuda a pensar más allá de los lugares comunes de nuestro tiempo, aunque sea para rebatir con nuestra lectura ese pensamiento. Pero por encima de todo eso la literatura nos da reconocimiento: a través de ella sabemos que sabíamos lo que ignorábamos que sabíamos hasta que lo leímos formulado o representado o contado. Los libros no es que estén llenos de aventuras y enseñanzas y consejos, sino también de avisos vitales e iluminaciones y espantos, de persuasiones y disuasiones, de reflejos o instigaciones, de irracionalidad y raciocinio, de osadías y frustraciones, deseos y fracasos y euforias y abismos.

En ellos como en ninguna otra cosa comprendemos que no somos solamente lo que nos ha ocurrido y lo que hemos realizado, nuestros logros y nuestros actos y lo que podemos contarnos a ciencia cierta de nuestras vidas, sino que también consistimos en lo que no nos sucede ni va a sucedernos, en lo descartado o inalcanzable, en lo no conseguido que tal vez quisimos, en lo no cumplido y en lo que nunca pasó pero fue posible y acaso lo es todavía; e incluso en lo no concebido ni imaginado. En ellos están las vidas que dejamos de lado, y las palabras que jamás pronunciamos y que, no por eso son menos nuestras. Al contrario. Lo que descubrimos en los libros -y esa averiguación no tiene precio- es justamente que todo es nuestro.

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