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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ayer y hoy

UNA NEGOCIACIÓN retransmitida en directo haría imposible cualquier acuerdo, pero el precio de la opacidad es la confusión y ésta comienza ya a manifestarse en torno al proceso de concertación del PP con los partidos nacionalistas. La existencia de mensajes contradictorios de las partes -como volvió a suceder ayer tiras el tercer encuentro entre José María Aznar y Jordi Pujol-, la ciclotímica oscilación entre las excelentes o Pésimas impresiones sobre la marcha del proceso y la variación desconcertante de las cifras adelantadas por según qué interlocutor a la hora de cuantificar los efectos de lo pactado son factores que están sembrando la, inquietud. Si a ello se añade la dificultad para distinguir las divergencias reales de las fingidas destinadas a encarecer el acuerdo, se comprende que algunas voces, como la de los sindicatos, hayan comenzado a pedir explicaciones.Deberá darlas Aznar en su discurso de investidura; pero ya desde ahora convendría renunciar a algunas tentaciones, sobre todo, la del experimentalismo. No es bueno someter al Estado dé las autonomías a las tensiones de un desaforado reformismo improvisado sobre la marcha, en función únicamente de las reivindicaciones de los nacionalistas y de la urgencia de la investidura. Las prisas en asuntos tan graves como los que se debaten Pueden llevar a errores de bulto de muy difícil enmienda después. Para la investidura deberían bastar acuerdos de principio -asentados sobre todo en la mutua confianza-, que luego tendrán que ser debatidos y consensuados por todas las partes concernidas en los foros correspondientes (Parlamento, Consejo de Política Fiscal y Financiera, etcétera... ). Querer dejar todo atado y bien atado con vistas a asegurar la investidura podría concluir en una chapuza. Todas las cuestiones planteadas tienen un alcance institucional indudable, y muchas de ellas, además, una complejidad técnica que exige análisis nada apresurados.

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Ciertas soluciones imaginativas de las que se ha hablado más parecen hipótesis de trabajo poco pensadas. Así, Quebec puede ser un modelo si a lo que se aspira es a mantener abiertas las tensiones nacionalistas, pero no tanto si lo que se pretende es integrar a los nacionalismos periféricos en la gestión de los asuntos comunes de España. Tal vez sea imaginativo poner a la Guardia Civil de Tráfico que actúa en Cataluña a las órdenes de la Generalitat, pero es de esperar que alguien haya pensado un poco en los efectos de trocear un cuerpo como ése al tiempo que se reparte el control sobre el tráfico. Tanta excitación reformista pudiera ser exagerada.

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Pero es cierto que la financiación autonómica debía reformarse en todo caso, con o sin pacto con los nacionalistas. La reforma de 1993 fue un primer paso hacia la corresponsabilidad fiscal, pero sólo en el terreno del gasto: hacer visible ante los ciudadanos que una parte de los impuestos pagados servía para financiar a su comunidad, y que cuanto mayor fuera el nivel ole cumplimiento fiscal, mayor sería la porción que se quedaría en la misma. Pero la protesta de algunas comunidades hizo que se estableciera un tope en el remanente obtenido por esa vía. Ahora se propone eliminar ese tope, de manera que se premie el dinamismo económico - y recaudatorio- y, sobre todo, trasladar el concepto de corresponsabilidad al terreno del ingreso, otorgando a las comunidades capacidad normativa (recargar o reducir el impuesto en un determinado tramo).

Hace tres años, los nacionalistas catalanes respaldaron la candidatura de González sobre la base de un acuerdo muy genérico. Su desarrollo se produjo en vísperas del debate de los presupuestos para 1994. Fue entonces cuando Pujol forzó la mano, cuestionando incluso la capacidad del estatuto para "resolver el problema histórico de Cataluña". Fue también por entonces cuando Aznar incorporó a su discurso el tema, del entreguismo de González a los nacionalistas. La aparente escasa resistencia ahora opuesta a planteamientos y exigencias que hasta hace poco le parecían inaceptables ha sido interpretada por los socialistas como la prueba de que la única estrategia del PP consiste en intentar gobernar cuanto antes, con la idea de que, una vez en el gobierno, el control del BOE, la televisión pública y el presupuesto le, permitirá ampliar su base social y tal vez convocar nuevas elecciones. Desde las filas socialistas han salido algunos mensajes alertando sobre las concesiones sin principios que el PP estaría dispuesto a hacer. Algunas advertencias son oportunas. Pero otras son deudoras de un prejuicio en cierto modo similar al que padeció el PSOE: el de pensar que aquello en lo que cedieron, fruto en parte de condiciones azarosas, marcaba el límite entre la responsabilidad y el oportunismo.

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