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La música que llega del frío

Los artistas de Canadá se resisten a ser un apéndice cultural de Estados Unidos

Diego A. Manrique

En la última edición de los Grammy, Alanis Morissette barrió: se llevó cuatro premios de los considerados principales. Ella está en la punta de ese iceberg que es la música popular canadiense, una denominación de origen que abarca figuras de éxito masivo (Celine Dion, Bryan Adams) y numerosos artistas de culto (Leonard Cohen, Neil Young, Joni Mitchell). Es el sonido de una país que se resiste a ser un mero apéndice cultural de Estados Unidos.La de Alanis Morissette es una historia instructiva sobre los condicionantes y las expectativas de los artistas canadienses. En sus años tiernos, ella se dio a conocer en Canadá con una música juvenil y, como se dice caritativamente, sin pretensiones. Ya emancipada, viajó a California, donde fichó por Maverick, la compañía de Madonna, y se convirtió en estrella internacional, un éxito sólo amargado por el temor de que se reediten sus grabaciones primerizas.

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La atracción por Estados Unidos es una constante en los artistas canadienses desde los tiempos de Paul Anka (como Alanis, natural de Ottawa). El deseo de instalarse en el país vecino es inevitable, teniendo en cuenta las realidades del mercado local: una población reducida y dispersa, una industria sin presencia internacional (aunque la multinacional MCA esté controlada ahora por Seagram, la empresa canadiense de bebidas). También es una constante la lealtad a los orígenes: aunque Anka sea, en términos profesionales, un ciudadano de Las Vegas, no renuncia a la ciudadanía canadiense.

Si se busca un elemento identificador a la música de Canadá, ése sería su sentido de la tierra, que se traduce musicalmente por afinidad con las tradiciones foIk y/o country. Algo evidente en las grandes aportaciones canadienses: Neil Young, Leonard Cohen, The Band, Joni Mitchell.

Más peliaguda es la eterna búsqueda de la mítica identidad canadiense. El novelista Hugh MacLennan hablló de Ias dos soledades", en referencia a la distancia entre las comunidades francófona y anglofona, pero la realidad se parece más a un mosaico de culturas definidas por los condicionantes geográficos.

Otro elemento decisivo es el miedo a la asimilación, a ser devorado -cultural o políticamente- por el gigante estadounidense. En música se combate con la ley del CanCon: el 30% de los discos emitidos por las emisoras debe tener un contenido canadiense, lo que significa que concurran al menos dos de cuatro circunstancias (artista canadiense, letra o música firmada por un canadiense, grabado en Canadá o producido por un canadiense).

Regla que algunos consideran abusiva -sólo un 10% de la música consumida finalmente en Canadá cumple esas condiciones-, pero que ha permitido la supervivencia de una vigorosa escena musical, amamantada por modestas discográficas locales y una industria que celebra anualrnente sus logros con la entrega de los Premios Juno.

Unos premios que reflejan la naturaleza multicultural del país, que se resiste a la homogeneización. Canadá es una sociedad de inmigrantes, y las carteleras de cualquier ciudad grande pueden anunciar las actuaciones de artistas asiáticos (Lee Pui, Ming Ensemble), suramericanos (Gitano), caribeños (Carla Marshall) o africanos (Alpha Yaya Diallo).

También está la naturaleza viajera de los propios canadienses, que explica aventuras como las de la flautista de jazz Jane Bunnett, que ha grabado notables discos con instrumentistas cubanos y brasileños, o el interés de la arpista Loreena Mckennitt por san Juan de la Cruz y la leyenda jacobea.

Muchos de los proyectos más arriesgados se benefician de generosas subvenciones a diferentes niveles (municipal, provincial, federal). El apoyo a las artes es artículo de fe, y los medios públicos están obligados a programaciones "innovadoras y complementarias de lo ofrecido por los canales masivos".

Además, la Canadian Broadcastíng Corporation edita numerosos discos de música no comercial, al igual que algunas fundaciones privadas. La música popular también empieza a gozar de cierto reconocimiento oficial: en los años noventa, el máximo galardón a las artes -el Premio del Gobernador General- ha distinguido a artistas como Leonard Cohen, Neil Young, Robert Charlesbois y el jazzista Oscar Peterson.

A pesar de todo, muchos de los mejores artistas canadienses no han traspasado sus fronteras. Barenaked Ladies o Crash Test Dummies han logrado algún impacto, pero The Tragically Hip o Blue Rodeo son ignorados. El más respetado de los cantautores, Bruce Cockburn, es otro ilustre desconocido, a pesar de que su cristianismo comprometido le haya llevado a cantar ocasionalmente en español.

Lo tienen mejor las abundantes solistas femeninas que están surgiendo, amparadas por el éxito de Alanis, Celine Dion o, a escala más reducida, K. D. Lang; las multinacionales apuestan ahora por nombres como los de Amanda Marshall, Holly Cole, Jann Arden, Sarah McLachan o Jane Siberry. Ellas garantizan que Canadá, olvidada la guerra del fletán, pueda seguir proporcionándonos gratas sorpresas y un sensato modelo de resistencia al imperialismo cultural de sus vecinos.

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