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Tribuna
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Amigo y maestro

No por esperada es menos triste y dolorosa la noticia de la muerte de Aranguren. Esperada por imperativos cronológicos, no porque él adbicara de una vitalidad a la que no quería renunciar. Es difícil despedir a quien siempre estuvo cerca y al alcance de lo que se le pedía: una conferencia, un artículo, un prólogo. Amigo, sobre todo, pero también maestro, colega, intelectual íntegro a la vieja usanza, universitario concienzudo mientras le dejaron serlo, filósofo y pensador de la vida, Aranguren deja demasiados huecos para que sea justo rendirle homenaje en unas pocas líneas.Le gustaba hablar del talante y supo cultivar el suyo hasta hacerlo ejemplar. Creía que la moral era eso: la formación de un carácter, de un estilo de vivir, más que el ajuste a unas normas o deberes inflexibles. La ética del profesor, ética docente pero también ética vivida, como él mismo se ocupó de precisar, fue una puerta abierta hacia la innovación filosófica y una práctica cotidiana revulsiva y transformadora. El suyo fue un talante valiente y atrevido. No reparó en las consecuencias que a él, sólo a él, podrían depararle sus exabruptos y sus críticas. Se opuso al régimen franquista y le echaron de la universidad. Ahí se truncó una carrera académica brillante, que necesariamente tuvo que torcerse hacia otras formas de ejercer la docencia e incluso otras formas de escritura. No le ahorró críticas a la democracia cuando llegó y empezó a funcionar con menos esplendor del esperado. Pero Aranguren era, al mismo tiempo, discreto y reservado. La dureza de la crítica no le llevó nunca a la insolencia o al mal gusto. Supo unir la ética a la estética, como le recordó José María Valverde cuando fue tras él en la protesta y el exilio.

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Entendía la falta de moral como desmoralización, deserción de la vida. Por eso presumió siempre de su talante joven. Cultivó la juventud porque amaba la vida y quería vivirla intensamente y aprovecharla en todas sus posibilidades. La noticia de su muerte me ha venido junto a una de sus últimas declaraciones en que le daba un sí rotundo, nietzscheano, a la vida: me alegro de haber vivido y de lo que me ha tocado vivir. Cuando recibió, hace muy poco, el Premio Príncipe de Asturias, el único galardón que tuvieron a bien concederle, se quejaba -camino de los 90 años- de empezar a sentirse viejo y cansado. Me estoy desmoralizando, decía. Le adornaba una cierta vanidad. Mejor dicho, tenía esa grandeza del alma que Aristóteles atribuía a los espíritus grandes que no entienden de falsas modestias.

Aranguren ha sido la voz que había que oír a propósito de casi todo. Nos ha enseñado muchas cosas. La expulsión de la universidad no le impidió que siguiera allí, como referente profesoral e intelectual, con más presencia que otros muchos profesores cargados de títulos y de cargos. Aunque nos deja como desprotegidos, la obligación de quienes le hemos seguido y querido es conseguir que no deje de estar entre nosotros.

Victoria Camps es catedrática de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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