"El intelectual debe ser la voz de los que no tienen voz"
Por complacer, siempre por complacer y haciendo un esfuerzo como máxima demostración de cariño hacia mi persona, el que fue uno de los últimos representantes de la aventura ideológica, el portavoz de los sin voz utiliza el débil hilo que de ella aún conserva para hacer una nueva y última reflexión en alto sobre la vida, sobre la muerte, sobre sí mismo.En esta entrevista, realizada pocos días antes de su muerte, además del rebelde con causa, del ilustre profesor de ética o del intelectual comprometido, el profesor Aranguren se permite ser, sobre todas las cosas, José Luis Aranguren: un hombre tierno y sencillo que, sólo como los grandes del espíritu, llega a hacerse una profunda autocrítica. Eso sí, con la clarividencia y con la dignidad que siempre han presidido su existencia.
Pregunta. ¿Cómo está el profesor Aranguren?
Respuesta. Ya lo ves, cómo voy a estar... Muy desanimado.
P. Habría que hacer un esfuerzo para recuperar ese ánimo...
R. No creas que no me gustaría, pero es que tampoco mando en mi ánimo.
P. Entonces, ¿quién manda en su ánimo?
R. Con mando continuo, nadie.
P. ¿Hay algo que le ayudaría a sentirse mejor, algo que le hiciera ilusión?
R. Nada más y nada menos que volver a estar como he estado hasta ahora. Con gozar de la salud que he gozado hasta ahora, no sólo me conformaría, sino que estaría encantado.
P. Tengo la impresión de que en todo este proceso suyo hay mucho de depresión... ¡Las broncas que nos hemos ganado todos los que, en su entorno, nos hemos confesado deprimidos en alguna ocasión...!
R. Sí, lo reconozco: lo que dices es cierto. Y me temo que es una depresión, en parte, lo que estoy padeciendo. Lo he reconocido ya diversas ocasiones. También he dicho que es la primera vez que tengo esta experiencia en la vida. Y por supuesto que me parece horrible y que me irrita sobremanera el estado en el que me encuentro... ¡Es el mayor castigo que me podía caer encima!
P. Me tranquiliza mucho oírle decir esto. Si asumiera su estado actual significaría que habría tirado la toalla, y me parece que eso no es así. Séame sincero: ¿ha tirado la toalla?
R. No, eso no. No puedo ni debo tirar la toalla.
P. Aunque le humille padecer una depresión...
R. ¡Claro! Es que yo considero que es una experiencia humillante. Por eso -y aunque sin mucho éxito, lo sé- trato de luchar contra ella.
P. Hablemos de otras cosas... Antes, en el franquismo, cuando no había libertades, la función del intelectual que usted proclamaba era muy evidente: en términos generales, hostigar al poder. Ahora, en un sistema de libertades, esta función queda desdibujada, como difusa.
R. Es que antes tenía que haber unos portavoces de la gente. Siempre he dicho que el intelectual debe de ser la voz de los que no tienen voz. Por el contrario, hoy día hay una prensa libre y existe, sobre todo, el cauce de los partidos, los cuales, por poco representativos que sean, serían los que tendrían que canalizar las inquietudes, y la voluntad de la gente.
P. El papel que se juegan está, en cualquier caso, tan desdibujado que hoy día una no sabría ni tan siquiera cómo identificar a un intelectual.
R. Es indudable que en un régimen de libertades el papel del intelectual cambia totalmente. No sé si les debemos llamar intelectuales, pero tampoco maestros de escuela: son, si no filósofos en todos los casos, al menos profesores de filosofía.
P. Es decir, cumplen una función descafeinada de lo que usted realmente ha sido.
R. Yo, simplemente, he cumplido el papel que me ha tocado un poco en suerte o en desgracia.
P. Creo que en suerte.
R. Sí, puede ser que tengas razón.
P. Seguro que en suerte, y fundamentalmente en suerte para el país.
R. En los momentos de crisis, en las dictaduras, en los regímenes opresivos tienen que existir esas personas que, al no haber otros cauces de opinión, son los portavoces o la voz de los que no tienen voz, como te decía.
P. Y en su caso, de los profetas...
R. No. Yo nunca he profetizado nada. Algunas veces, cuando me han preguntado sobre el futuro, siempre he respondido que no soy futurólogo.
P. Pero todas las personas que le hemos seguido de cerca, cuando se pronunciaba sobre algo concluíamos: "Esto va por aquí".
R. Lo que me dices me recuerda una divertida anécdota sobre Manuel Vicent, quien, en una ocasión determinada, y cuando le preguntaron sobre el futuro de Europa, contestó: "Yo opino lo que diga el profesor Aranguren".
P. ¿Es usted consciente de haber tenido tantos admiradores?
R. (Silencio).
P. No me irá a decir que le da igual.
R. No. Hasta cierto punto, sí. Sí soy consciente.
P. Recuerdo que hace tiempo me comentaba que prefería ser querido que querer...
R. Esto es algo muy corriente. Creo que nos pasa a la mayoría de las personas. Mira, existe una definición de la afectividad como propensión a querer. Es verdad, afectividad es propensión a querer. Yo escribí hace unos años, y tengo el artículo recogido en un libro, sobre una debilidad, llamémosla así, de la afectividad que consiste en la propensión no tanto a querer como a ser querido: en general, a todos nos gusta mucho que nos quieran y que nos amen. Lo de amar a los demás..., bueno, sí, en la medida que sea posible.
P. En cualquier caso, preferimos ser amados.
R. ¡Claro! Si además uno ama, pues tanto mejor. Si bien hay que reconocer que la búsqueda de que le amen a uno y no tanto la de la entrega de darse a los demás es, quizá, una forma refinada de egoísmo . Y desde este punto de vista, me parece más justa la definición de la afectividad como propensión a querer que como propensión a ser querido.
P. Me cuesta creerle cuando dice no haber querido mucho.
R. Pienso que no he querido como debería.
P. Y, en cambio, ha sido idolatrado de forma muy especial por el sexo contrario...
R. No, ¡qué val, si acaso por una pequeñísima parte del sexo contrario.
P. En sociedad nunca le he oído hablar de la Bolsa, de negocios, de las ambiciones..., el mundo de los hombres.
R. A mí eso no me ha gustado nunca nada. A mí, en sociedad, me ha gustado hablar de la gente, de la vida, de cosas de las que no hablan los hombres. Los hombres hablan de otras mujeres, de deportes, de coches o de trabajo. De cosas que, en general, aburren a las mujeres. Siempre me ha parecido mucho, más rico el otro, el mundo femenino, que éste al que hacemos referencia.
P. Por eso ha tenido tanto éxito con las mujeres...
R. No, insisto: eso eran engaños que yo me hacía a mí mismo.
P. Eso lo dice porque esta tarde está deprimido.
R. No, no lo digo sólo por eso. Aunque, sin duda, la depresión, en mi caso, se ha convertido en una especie de vara de medir importante de la que yo, sin embargo, carecía enteramente.
P. Pero ¿me está queriendo decir que su vida ha venido discurriendo en un estado de euforia, como la antítesis de la depresión que dice ahora padecer?
R. Era, quizá, un estado de mucha vida, de una exagerada vitalidad. La que ahora no tengo ciertamente, justo la que me falta y la que me hace ser consciente de los errores de mis etapas anteriores.
P. ¿Cuál es la mayor virtud que cree haber tenido?
R. Creo que no he sido, ni mucho menos, tan virtuoso como se podría pensar.
P. ¿Y su mayor defecto?
R. Mi mayor defecto es el que estoy descubriendo ahora gracias a esta caída de mí mismo. Mi mayor defecto, precisamente, consiste en eso: en haberme creído lo que no era.
P. Yo le veo a usted, profesor Aranguren, como a un sabio.
R. ¿Un sabio? En todo caso, mucho menos sabio de lo que se dice y, desde luego, de lo que uno piensa de sí.
P. ¿Cómo le gustaría ser recordado?
R. Me gustaría que se me considerase como ahora soy, como ahora me veo a mí mismo, con un mayor grado de autocrítica y con mayor humildad.
P. Será recordado como lo que ha sido: como una maravillosa persona.
R. No sé, ya veremos. O mejor dicho, ya lo veréis otros.
P. Después de tantos años de estudio, de reflexión y de vida puede tener algo sobre lo que alertarnos.
R. En la situación en la que yo me veo no me veo legitimado para dejar ningún recado a nadie.
P. ¿Con qué se siente más solidario en estos días?
R. No sabría decírtelo. Sin duda, otro de mis grandes defectos ha sido una insuficiente solidaridad, en la medida en que durante toda mi vida he sido, básicamente, un individualista tanto en el orden intelectual como personalmente. Si hay que hablar de lo comunitario frente a lo individual, yo he puesto el acento en lo individual.
P. Le recuerdo que ha tratado de ser y han sido la voz de los sin voz. También que hay cosas que le conmueven...
R. Sí, naturalmente. Pero yo he sido, para entendernos, más analítico que emocional. De modo que he analizado las cosas y la realidad desde una perspectiva puramente intelectual. Es, pues, la mente y no la emoción o el corazón o el sentimiento lo que, en principio, me ha movido.
P. ¿Y lo que le ha conmovido?
R. Los niños. Los niños me han gustado siempre. Me han inspirado y me inspiran enorme ternura. En cambio, la gente mayor no me gusta nada.
P. Es lógico. A la gente mayor no le suele gustar la gente mayor.
R. ¡Claro... ! Porque, verdaderamente, es como ver un espejo, y por lo habitual un espejo roto en el que, aunque tú no lo quieras, es imposible el no adivinarte tras él.
Babelia
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