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La determinación de los pueblos

José Álvarez Junco

Comentando la propuesta de Antonio Escohotado de realizar un referéndum de autodeterminación vasco como forma de terminar con el terror de ETA, origen de una polémica entre ambos, Fernando Savater ha puesto, como siempre, el dedo en la llaga (en EL PAÍS del 17 de marzo de 1996). El problema "está en el sujeto que lo ejerce, el llamado pueblo"; "¿puede optar por la secesión cualquier grupo humano, incluso los habitantes de un barrio de Londres ... ?". Ésa es la cuestión.La presunción sobre la que se basa el principio de las nacionalidades es que el género humano se divide de manera natural en una serie de conjuntos sociales, llamados pueblos o naciones, dotados de continuidad histórica y homogeneidad cultural (racial, lingüística, religiosa...). El reconocimiento de los derechos políticos modernos (individuales y colectivos, según insisten esas autoridades eclesiásticas siempre recelosas de los individuales) exigiría que cada uno de estos pueblos o naciones poseyese una organización política propia. Con ello los Estados se asentarían sobre sólidas bases de legitimidad, la justicia estaría servida y se evitarían los aciagos conflictos actuales, derivados de la opresión de minorías por mayorías. Así de sencillo.

El problema, como señala Savater, es justamente que tales grupos humanos son imposibles de delimitar. Probablemente nunca ha habido sociedades totalmente homogéneas en términos raciales, lingüísticos y religiosos, pero mucho menos las hay hoy, tras las enormes migraciones humanas de los últimos dos siglos y los recientes avances en técnicas comunicativas, intercambios comerciales o procesos de integración supra-estatal. Es, por tanto, quimérica la creencia en una posible solución de los problemas a base de ingeniería de fronteras, creando Estados que coincidan con realidades étnicas bien delimitadas territorialmente. Para empezar, porque serían precisos miles de Estados para adecuarse al complejo mosaico cultural humano: sólo tornando como criterio las lenguas, unos seis mil. Pero es que además el "mosaico" es una mala metáfora, porque la realidad social se parece más bien a una nebulosa, o a una excavación arqueológica donde las capas se superponen, confunden y son incompatibles entre sí: los mapas raciales no coinciden con los lingüísticos, ni éstos con los religiosos, ni la voluntad actual de los ciudadanos con las formaciones históricas (que, a su vez, son múltiples y conflictivas entre sí, ¿cuántos pueblos y culturas podrían reivindicar Jerusalén?), y todos ellos son irrenunciables para los nacionalistas.

Cualquier nuevo Estado nacional chocaría hoy inmediatamente con minorías que tendrían todo el derecho a tocar a rebato por su "liberación". Imaginen el caso del hipotético referéndum por la independencia de Euskadi. ¿Se incluiría en la consulta a Navarra, parte integral de Euskadi según el nacionalismo ortodoxo? Supongamos que se decide incluirla y que, en contra de lo que indican las tendencias de voto actuales, una mayoría de los convocados a las urnas se pronuncia en favor de la independencia, pero que un 51 % de los navarros lo hace en contra. Si partimos de una "voluntad general" vasca, de una realidad histórico-esencial de Euskadi, habría que obligar a estos últimos a sumarse al nuevo Estado-nación, por encima de su opinión expresa. Pero ¿y si hay también una mayoría de alaveses que opta por una decisión diferente a la del conjunto de los vascos? Se podría pensar en dejar fuera a esas dos "provincias". Mas, de nuevo, ¿por qué adoptar la provincia como unidad de destino? ¿por qué no reconocer también el derecho de decidir su futuro a los municipios o comarcas que, dentro de Álava o Navarra, hubieran votado a favor de la independencia? ¿y por qué, entonces, no respetar también la voluntad de esas mismas entidades pequeñas que, dentro de unas hipotéticas Vizcaya o Guipúzcoa independentistas, hubieran votado en favor de la permanencia en España?

Si se sigue al pie de la letra la lógica de los "derechos colectivos", habría que acatar la voluntad de todas las unidades sociales, por pequeñas que fueran, y segregarlas en uno u otro sentido. Pero entonces habría que descender a autodeterminar provincias, comarcas, ciudades, aldeas, barrios, familias; no sé quién, ni en virtud de qué, podría establecer un tamaño mínimo para aspirar a ser "nación". En cambio, si se opta por lo contrario, por integrar forzosamente a las unidades pequeñas en identidades colectivas nacionales preestablecidas, podría defenderse que quienes deben votar en ese referéndum, donde se juega el futuro de la "unidad de España", son... todos los españoles, pues éstos forman una voluntad general que engloba a los vascos y tiene tanto derecho a obligarles a aceptar el veredicto común como el conjunto vasco lo tendría a imponer su voluntad a Navarra o Álava, o éstas a imponérsela a cualquiera de sus valles.

En resumen, la decisión sobre la demarcación del conjunto social al que se va a preguntar sobre su futuro pre-determinaría el resultado del referéndum que estoy imaginando. Si se permite que sean los propios individuos y grupos sociales, cualquier grupo social, los que se proclamen nación, la formación de miles de estadículos rivales estaría asegurada; no hay alcalde que no prefiera ser jefe de Estado. Y si, por el contrario, para huir de este caos, se establece que las naciones no dependen de la voluntad de los habitantes sino de circunstancias objetivas previas, aparte de que no sé quién tendría autoridad para determinar tales circunstancias, con certeza se crearían unidades suficientemente amplias como para englobar a minorías, y con ello se abonaría el terreno para futuros irredentismos.

Y es que las naciones, contra lo que creen los nacionalistas, no son realidades naturales, sino creaciones culturales. Y creaciones, precisamente, de los nacionalistas. En primer lugar, del mayor nacionalista conocido, que es el Estado. Al desaparecer, con la llegada de la modernidad, las viejas legitimidades sacrales y de estirpe, los poderes públicos se vieron obligados a refundar sus derechos afirmando ahora que se asentaban en la "voluntad general" del pueblo o nación. Hubo que crear naciones, a partir de realidades humanas muy complejas y diversas, y hubo que adaptar esas realidades a la cultura que el Estado había declarado oficial: se impuso así la ficción de que el mismo idioma, las mismas costumbres, los mismos valores sociales eran compartidos por todos los habitantes de aquel territorio, justo hasta el borde fronterizo con el Estado vecino. Esto, en el espacio. Porque en el tiempo también se proyectó el presente hacia atrás, se falseó la historia y se aseveró que Séneca o el Cid eran "españoles" o que los Reyes Católicos habían tenido un proyecto nacional. Que el Cid sirviera a reyes moros o que Fernando el Católico pactara una nueva división de Aragón y Castilla al casarse con Germana de Foix se ocultaba, como se ocultaba bajo el término "dialectos" la existencia de idiomas varios.

El Estado español, afectado por graves problemas a lo largo de toda la "era de las naciones", no tuvo los medios necesarios para imponer en la práctica esa imagen colectiva, y una buena dosis de diversidad sobrevivió hasta nuestros días. Una diversidad que aún hoy, y pese al esfuerzo hecho en la Constitución de 1978, a muchos les cuesta reconocer. Nunca tiene tanta razón Jordi Pujol como cuando dice que "en Madrid no entienden que España es una realidad plural". Ni lo entienden, ni les hace la menor gracia. Pero la razón abandona al señor Pujol cuando, frente a esta incomprensión centralista, alza el modelo de una unidad cultural homogénea, cuya existencia se hunde en la noche de los tiempos, llamada Cataluña. Porque Cataluña es tan plural como España, salvando las diferencias de escala, y como creación histórica es incluso más reciente que ella. Algo muy molesto para un nacionalista.

El nacionalismo homogeneizador no es exclusivo de los Estados, sino propio también de las élites que, en competencia con el Estado central, aspiran a crear una estructura política propia. Hace un año, en una interesante reunión sobre nacionalismos ibéricos celebrada en Southampton, se presentó una ponencia de antropología sobre festividades populares catalanas que resaltó el hecho de que la fiesta más concurrida de la Cataluña actual es la Feria de Abril de Santa Coloma de Giramanet (reducto, como se sabe, de inmigrantes andaluces). Tres millones de visitantes había tenido esa feria el año anterior, cifra impresionante si se tiene en cuenta que el total de Cataluña son seis millones. Sin embargo, en un catálogo de fiestas y ferias de Cataluña editado por la Generalitat, la de Santa Coloma no figuraba. No era catalana. Es sólo un ejemplo de la deformación de la realidad, de la negación de la variedad cultural, típica de los nacionalismos.

En la deseable profundización futura de la democracia, los derechos de las minorías deberían plantearse en términos muy alejados del viejo principio de las nacionalidades. Convendría que instancias político-judiciales supraestatales protegieran a esas minorías frente a los Estados a los que están sujetas. Pero esto no tiene nada que ver con la solución nacionalista, que aspira al dominio en exclusiva sobre un territorio para cada uno de esos sujetos colectivos llamados naciones. Como el tal sujeto, como ente cultural homogéneo, es una invención (una "comunidad imaginaria", en feliz expresión del antropólogo Benedict Anderson), el acceso al poder de las élites nacionalistas que actúan en su nombre lleva a intentos de moldear el conjunto social ahora bajo su mando a imagen y semejanza de la nueva cultura oficial, reprimiendo, por la fuerza si es preciso, a las minorías "díscolas". Consecuencias extremas de este principio son la expulsión o matanza de disidentes, las guerras fronterizas y las expansiones imperiales justificadas por victimismos históricos. O la guerra civil, futuro no imposible en el caso de la hipotética Euskadi independiente, donde al triunfo de un movimiento armado podría seguir el surgimiento de otro de sentido opuesto, convenientemente alimentado por el poderoso Estado español vecino, que pondría el grito en el cielo ante el "genocidio" a que se verían sometidos sus ahora oprimidos parientes culturales. Un desastre. Y todo, por creerse la ilusión de que las naciones existen.

José Alvarez Junco es catedrático de Historia de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense, ocupa la cátedra Príncipe de Asturias en la Universidad de Tufts (Boston).

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