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El sentido del chiste

Juan Cruz

Antes de las reuniones serias siempre cuentan chistes. El último jueves los socialistas se reunieron en Madrid para alegrarse de la "derrota dulce", y convocaron a gentes del mundo de la cultura; consideraron oportuno que para relajar la tensión que el país ha sufrido durante tantos años hubiera humoristas contando chistes. Ahí estaba un sevillano, Paco Gandía, que restablece lo grueso hispánico en su manera de hilar unas barbaridades con otras; José Luis Coll, que ha hecho célebre el sentido de la paradoja, y Miguel Gila, cuya manera de contar chistes tiene su nombre propio, lo cual es un mérito principal. Nada que oponer: la gente puede reivindicar, como dijo Felipe González, antes de que empezaran los chistes, su derecho a reír después del estrés de marzo. Dice el que sigue siendo presidente del Gobierno que cuando sonríe es que habla en serio: no hay que pedir disculpas por reír, ni por sonreír, pero a lo mejor sí hay que tener cuidado con reír demasiado, y en este país tenemos una tendencia peligrosamente obvia a reír más allá de lo necesario.El jueves pasó eso: llamaron, el PSOE y su presidente de Gobierno, a algunos representantes de la cultura de este país para decirles que gracias a ellos, en parte, se había evitado el pasado marzo un vuelco total en el debate de las urnas. Lo dijo así, y además añadió que no entendía muy bien cómo le seguían aguantando a él y a los suyos después de tantos años. Fue una intervención simpática, claro, porque no iba a hacer allí el hombre un discurso electoral, ni electorero, ni siquiera tenía que esperarse de él que citara a Miguel de Unamuno o a Knut Hainsun, el olvidado autor de El vagabundo toca con sordina, por citar sólo a dos escritores gozosamente tristes. Pero una cosa sí dijo en serio: que ahora se le ha quitado una preocupación, pues pensaba antes de las elecciones que aquel vuelco que ellos temían pusiera en peligro los valores que este país había atesorado en estos años de democracia. Y a defender los valores más que las realizaciones, dijo mirando hacia Josep Borrell, que ya pasea con cara de que todo el mundo te conoce instó a los numerosos cultos de la sala.

Era pues una proposición perfectamente seria, en un país dado, por otra parte, a las ocurrencias, al chiste fácil y al olvido rápido de todas aquellas cuestiones que por permanentes parecen aburridas. Como allí había gente de todas partes de la cultura, músicos, pensadores, cineastas, escritores, actores, todo el firmamento de lo que uno supone que es la farándula global, podía suponerse que luego abría una reflexión consiguiente; pero no. El propio Felipe González dio entrada a un paisano suyo, Paco Gandía, que llenó la sala de la gracia andaluza, ésa que es andaluza y es también de todas partes y que tiene en el aspecto del grosor una de sus escasas virtudes. Y de esos chistes hubo uno que le reclamó el propio presidente del Gobierno: se trata de un niño al que atiborran de garbanzos y que luego vomita en una plaza de toros. No pareció, y no debió parecerle así a la concurrencia, un chiste de muy buen agrado para aquella hora de la noche, cuando ya todo el mundo se había comido la pata de cerdo. Pero, en fin, así son los chistes que se cuentan. Contó muchos más, como si el hombre no tuviera fin; hasta que le llamó al orden Ramoncín, que se dio cuenta de que aquello ya pasaba de la hora, y quiso introducir un poco de cordura pidiéndole a la ministra que dijera algo. Carmen Alborch fue muy breve, pues por alguna razón bien respetable estaba emocionada, al límite de las lágrimas, y explicó simplemente que se hallaba feliz porque se encontraba dando las gracias a gente de talento que había prestado su apoyo en tiempos difíciles.

Restablecido el orden vinieron más chistes, y éstos ya fueron más breves y más concisos. Uno no hubiera esperado que en una noche cultural como aquella que convocó el PSOE hablara alguien como Unamuno, o como Knut Hamsun; ni siquiera habría que pedir que hablara Fernando Savater, por citar al filósofo actual con más sentido del humor. Pero, hombre, sí hubiera esperado tino que la apelación necesaria al relax español que hizo el, presidente del Gobierno no fuera seguida sólo por ese desbaratamiento de los esfínteres a que tantas veces nos convoca el chiste patrio. Antes de los chistes y del presidente había hablado el productor de cine Andrés Vicente Gómez, que contó que un sabio decía que cuando no se tiene nada que decir mejor es no decir nada. A lo mejor el sabio sabía que, también, cuando no se tiene nada que decir en las reuniones se dicen chistes.

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