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Votos y vetos

Borís Yertsin tiene defectos. Es un notorio dipsómano, un enfermo cardiovascular crónico y un gran fantoche en no pocas ocasiones. Pero es también un virtuoso incuestionable cuando se trata de echar pulsos extremos en los que se juega su existencia política. Tiene ese "instinto casi genial para el poder" que le otorgaba recientemente la Nesaw¡simaía Gazeta. Es muy probable que, de no mediar un desastre imprevisible, el próximo en sufrir esta cualidad de Yeltsin sea el líder comunista Guennadi Ziugártov en las elecciones presidenciales de junio.No será en estas líneas donde se lamente el fracaso del bolchevique sin reciclaje que se ha erigido en máximo rival de Yeltsin en la carrera electoral. Pero la amenaza política, económica y moral que supone para Rusia una eventual victoria de Ziugánov no puede hacer olvidar que Yeltsin comienza a ser también un peligro y no sólo para Rusia, sino para la seguridad colectiva del continente. Porque una victoria de Yeltsin se basará en gran parte en el secuestro por parte de éste de la plataforma electoral tanto de Ziugánov como del ultranacionalista Vladímir Zhirinovski. Y porque, lejos ya de suponer una mera estrategia electoral más, hechos clave en la política de Yeltsin de los últimos tiempos demuestran que estamos ante un giro fundamental en su política. Como tantas veces en la historia de Rusia, la pugna entre los conceptos occidentalista y asiático en la política de Moscú se está zanjando a favor del segundo.

En Occidente, mientras, ciertos líderes se atropellan mutuamente por acudir los primeros a Moscú a ayudar a Yeltsin a renovar su mandato. Al presidente que casi diariamente los amenaza si defienden las soberanías de los Estados de Europa central y su derecho a integrarse en la Alianza Atlántica. Al que condena una resolución del Parlamento ruso (Duma) que denuncia la disolución de la URSS pero que se dedica por su cuenta a la reconstrucción de un poder ruso sobre las antiguas repúblicas soviéticas con todos los métodos de persuasión a su alcance. Incluidas las revueltas contra los nuevos Estados de ciertos sectores de sus respectivos aparatos o de minorías étnicas, alentados los unos y las otras por Moscú.

Koffl y Clinton especialmente parecen comprender que Bielorrusia, Kirgizia y Kazajstán tengan todo el derecho del mundo para asociarse -sin consultar a su población- a Rusia en lo que no es sino un prolegómeno de anexión. Y Polonia, la República Checa y Hungría no lo tienen -según Rusia- para unirse a la OTAN, una alianza defensiva de Estados libres, mediante referéndum. Yeltsin y su ministro de Exteriores, halcón y ex jefe de espionaje, Yevgeni Primákov, advierten que, en tal caso, Rusm se rearmaría hasta los dientes y se cerniría sobre el continente una nueva era de miedo e incertidumbre. No parece todo ello un lenguaje muy amistoso ni coherente con las continuas solicitudes de ayuda financiera y cooperación económica. Pero ni siquiera las continuas y sistemáticas matanzas de civiles en Chechenia parecen inducir a los líderes occidentales a comprender que Yeltsin no es una reencarnación sobredimensionada de María Goretti. La autoridad moral y la credibilidad de Rusia para hacer recomendaciones a los Estados centroeuropeos sobre la fórmula de garantizar su seguridad y soberanía están en autoliquidación prácticamente consumada.

Por eso, Occidente debería convencerse rápidamente de que el ingreso de dichos Estados en la OTAN es imprescindible e inaplazable. Es probable que traiga consigo una fase de gélidas relaciones con Moscú. Pero nada garantiza que dejar a las democracias centroeuropeas a disposición de vetos y amenazas de Rusia nos evite tal era de tensiones. Que sea más o menos corta depende de la capacidad de Occidente de persuadir al Kremlin de que las buenas relaciones son de interés común, pero las malas tienen un gran damnificado que no es otro que la propia Rusia.

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