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Mi abuelita, la pobre, qué cosas usaba

Vicente Molina Foix

En junio de 1929, a lo largo de siete veladas y acompañado por un pianista, Karl Kraus leyó íntegramente ante el público ocho operetas de Offenbach. Esos curiosos conciertos hablados causaron revuelo en Viena, y cuando un discípulo de Schoenberg escribió una reseña criticando a Kraus por menospreciar la música en favor de los textos satíricos en los que se basaba el célebre compositor, Alban Berg y otros dos músicos de la vanguardia vienesa salieron en apoyo del gran escritor y periodista, al que aplaudían por la seriedad con la que llamaba la atención sobre el ligero Offenbach.España es tan rara que siendo un país esencialmente chapado a la antigua, si a uno se le ocurre decir ante una concurrencia de intelectuales que le gusta la zarzuela, el ridículo lo tiene asegurado. Pero si a ese mismo atrevido, o a otro, le da por lamentar el dominante casticismo musical -hecho de pi mentón, chulapas y rosas a puñao- que durante casi cien años impidió o marginó en España la existencia de un teatro lírico menos nacionalista y más operístico, un sector aún mayor de la población le acusará de relamido, pedante o afrancesado. Es un ejemplo más de lo imposible que aquí resulta la convivencia de los opuestos, demostrada en el caso artístico por ese feroz antagonismo de las dos tradiciones, desconocido en culturas más desarrolladas. Nada impidió, por ello, a Kracauer escribir su espléndida biografía psicosocial de Offenbach, años después tomado igualmente corno modelo por Benjamín, o a Bernard Shaw considerar sin condescendencia las operetas de Gilbert y Sullivan.

El resultado de este divorcio es una vergüenza. La que sienten muchos ciudadanos, jóvenes sobre todo, por una música que han oído en su infancia, tarareada por un abuelo melódico, o dicha a pleno pulmón en la inmensidad de los patios de manzana, pero que asocian con una España negra y rancia, apolillada o rústica, devota de Frascuelo y hasta de Franco' y la nostalgia de la "fiel espada triunfadora". Ahora bien, ¿se le ha dado al vergonzoso la oportunidad de perder su recelo? Cuando el establishment musical español empezó tímidamente a normalizarse, la zarzuela siguió una subexistencia casposa y prehistórica, puesta en escena de manera chillona' y pobre, y humillada discográficamente, pues se transfería sin cuidado al compacto grabaciones mono, en cajas desprovistas de libreto y casi reparto.

Yo no sé si las últimas rectificaciones llegan tarde. En Madrid, el teatro de la Zarzuela hace preceder su temporada de ópera con un montaje de calidad de zarzuelas célebres y no tanto, que cuando viajan suelen triunfar. La firma francesa Auvidis está sacando al mercado nuevas y en general excelentes grabaciones de los grandes títulos del repertorio, y en una reciente y ejemplar iniciativa, la Fundación Guerrero ha patrocinado un cofre de seis CD, también disponibles por separado, con las mejores obras del autor de La montería, en una cuidadosa reproducción de las cintas originales de Columbia, acompañadas de notas y textos cantables.

Para hacer la defensa de la zarzuela no es preciso remontarse a sus orígenes barrocos ni citar el genio de Barbieri y Vives. Basta con oír y ver, en condiciones, le, que el talento chico de nuestra música teatral ha producido y merece permanecer. Recordar la ocurrencia de unos libretistas que tantas frases hechas de nuestra habla colectiva han acuñado (Gil de Biedma, un gran aficionado, decía que en los versos del pasodoble de La del manojo de rosas "hace tiempo que vengo al taller, / y no sé a qué vengo", se resumía la alienación laboral del hombre moderno), reivindicar los intentos de Sorozábal y Chueca por incorporar los ritmos pop de la época, el jazz y hasta a Stravinski al género tradicional, entender la facilidad con la que el maestro Guerrero daba el salto de la antigua zarzuela a la revista. Conoceremos así mejor el secreto de nuestros límites y capitulaciones, pero disfrutaremos grandísimos momentos musicales.

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