Los años importantes
"Aquí estoy, para ver a mi amigo Monterroso". Y además se tenía que sentar en primera fila, porque luego se tenía que ir pitando. "Los viejitos nos tenemos que acostar pronto". Es que, dice, ya sus años son unos años importantes. Su amigo Monterroso citaría luego a Alonso de Ercilla: "Qué buena es la justicia, y qué importante". La edad y la justicia del tiempo. Los años importantes de Francisco Ayala: la edad más rotunda antes del centenario, una cifra redonda, perfecta, que parece hecha para hallar a la víctima en la memoria -o en el olvido- o en la cama.Sin embargo, Ayala sigue tan campante: aquel día estuvo oyendo las paradojas borgianas de Monterroso; pero días antes estuvo de pie derecho escuchando conferencias o sometiéndose a las largas conversaciones a que dan pie los periodistas cada vez que alguien cumple una edad importante.
Sólo tiene la medida de su propia prudencia; y ésa empieza al atardecer cuando piensa que los viejos han de ir a la cama temprano. Pero de día es un hombre vital y enérgico que camina como si no hubiera cumplido ninguna edad desde hace mucho tiempo. Vive al lado de las Cortes, donde trabajó de funcionario, cuando esto era la República, y al mediodía siempre almuerza con algún amigo, de los que le vienen de las universidades de fuera, a trabajar sobre su obra de jurista que descubrió enseguida la literatura y que dejó este país cuando ya la bota militar hacía su atmósfera podrida e insufrible. Él dice que no, pero en Argentina fue quien animó a Julio Cortázar a ser quien fue, y en todas partes tendió manos a los que desde aquí se fueron con una mano detrás y la otra también. Y también almuerza con los de dentro, jóvenes. y viejos, aunque prefiere encontrarse con los de la primera edad, o los de la edad intermedia, porque a pesar de que algunas de sus páginas más memorables tienen que ver precisamente con la memoria, Ayala tiene pasión por lo que pasa y por lo que pasará; en los últimos tiempos le han requerido, además, para que arrime su firma o su compromiso con unos o con otras, y él se ha mantenido firme en lo que considera que debe ser el papel de un escritor en una sociedad ruidosa: hay que decir lo que se piensa sin que nos piensen lo que se debe pensar. En esos mediodías el hombre que hoy cumple 90 años pide primero una cerveza bien fría, que toma a sorbos largos, y después bebe vino tinto para acompañar una carne alta y roja que come mientras habla de lo que ocurre con la pasión y la mala uva del que acaba de regresar de un viaje y ve toda la casa patas arriba.
Es de Granada, claro, y en Granada hoy le rinden un homenaje los más jóvenes; él diría que no hay otra manera, porque de su edad y aledaños sólo queda ya, prácticamente, Rafael Alberti. E incluso debe incomodarle un poco todo este agasajo postinero que le preparan simplemente porque cumple una edad redonda, en la que las dos cifras se confunden ya como si fueran el guarismo de un cuadro lúcido de Joan.
Ante los agasajos Francisco Ayala procura sentirse como si no fuera con él, así que acepta y se sienta allí como si estuviera hablando de un tal Francisco Ayala que nació en Gránada y cuya biografía coincide, o eso creen los parlanchines que le nombran, con la suya propia. Sale del trance incólume y luego vuelve a su casa diáfana de Madrid a leer como si tuviera la edad en que todo empieza a interesar. De vez en cuando se detiene y escribe artículos de una tremenda sensatez sobre un país que él redescubrió poco antes de que muriera Franco. Las cosas han cambiado, se dice ahora, pero cómo se nota que estuvo aquí pisando fuerte aquel cabrón que nos echó a todos a patadas. No lo dice así, pero podría, y en todo caso sí se sienta y compara lo que ocurrió con lo que pasa, y ahí es donde únicamente edulcora lo que es una implacable mirada -azul, acerada, muy cercana- sobre lo que le perturba de todo lo que existe: el fascismo latente, la incomprensión, el ejercicio pertinaz y seco del olvido.
Hasta ahora sólo han podido con él Cervantes y Velázquez. Cuando le dieron el Cervantes, en noviembre de 1991, algún mal fario debía haber en Nueva York, porque el viento del tiempo lo tumbó en un hospital, con una neumonía, y por poco no se levanta jamás de nuevo. Y un día, en Roma, cuando fue a ver el retrato de Inocencio X pintado por Velázquez sintió una premonición: a la persona que le acompañaba le robaron el bolso y todo lo que tenía unos ladroncillos romanos. Algo debía pasar con la mirada perturbadora del dichoso Papa en ese cuadro, porque tantos años después, a finales del año pasado, Ayala acudió al Museo del Prado a ver de nuevo la obra maestra, se encontró otra vez con esos ojos y al salir tropezó y cayó de bruces contra la moqueta de mármol de la estancia. Días estuvo con la nariz escayolada y con la mirada malva de los accidentados. Es posible que ante los ojos de Ayala el Papa sintiera también su escalofrío. Hoy esa mirada cumple 90 años, y mira como si tuviera 20.
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