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Virtuosos del sartenazo

Domecq / Muñoz, Aparicio, Finito

Toros de Juan Pedro Domecq, de escaso trapío (3º y 6º impresentables, inválidos), flojos excepto 1º, encastados, nobles.

Emilio Muñoz: pinchazo y bajonazo infamante cerca del brazuelo (protestas); bajonazo escandaloso (petición y vuelta). Julio Aparicio: dos pinchazos bajos -aviso-, pinchazo bajísimo a toro arrancado y tres descabellos (bronca); bajonazo escandaloso (silencio). Finito de Córdoba: aviso antes de matar y metisaca infamante bajísimo (palmas y también pitos cuando saluda); metisaca trasero descaradamente bajo -aviso-, pinchazo y metisaca infamante bajo (silencio).

Plaza de Valencia, 14 de marzo. 8ª corrida de feria. Tres cuartos de entrada.

Los tres diestros emplearon la modalidad del sartenazo. Quiere decirse que mataron al bajonazo. No eran bajonazos cualquiera, ésos que se ven cada día, espadas metidas en los costados del toro, sino en los puros sótanos. Virtuosos de la especialidad, los tres tuvieron la atención de ofrecer al anonadado público un selecto muestrario de esta versión infamante de la suerte suprema.No se sabría decir quién lo hizo mejor. Acaso Emilio Muñoz, que llegó a meter una estocada en el vértice del brazuelo y la repitió para coronar una faena merecedora de oreja; quizá Julio Aparicio, que allá se las andaba pinchando a traición los blandos del toro durante su resignada andadura al hilo de las tablas; probablemente Finito de Córdoba, que metió tres metisacas con el arte propio de la puñalá trapera.

De tal guisa mataron los toros todos tres. Podría decirse que los asesinaron. Parecía una venganza, y si tal fue, debía de ser sin causa, pues los toros no se querían comer a nadie, no tiraban arteros el pitón, no planteaban ningún problema, no tenían culpa de nada. Ni siquiera mostraron esa arboladura llamada trapío; esa cara fosca o esa mirada aviesa que hielan la sangre en las pestañas y paralizan el ánimo de un hombre.

Los toros de Juan Pedro Domecq, encastaditos, fuerza justa -salvo el primero, que derribó-, nobleza sin mácula, merecían cualquier cosa menos morir apuñalados por la espalda. Los toros de Juan Pedro Domecq, casta brava al fin, sólo pedían un torero que los supiera torear.

Torear: presentarles la muleta, traérselos encelados, cargar la suerte, vaciar donde proceda ligar el siguiente pase. O sea, la flor de la maravilla. Los virtuosos del sartenazo, sin embargo, no estaban por semejante labor. Lo suyo era pegar pases. No pases de cualquier forma sino conforme a la regla de la moderna tauromaquia, que consiste en pegar un pase y salir corriendo.

Emilio Muñoz constituyó la excepción y al cuarto le ligó una tanda de redondos quieta la planta, mandando sobre el toro, señor de su terreno. La pena es que no tuvo continuidad y siguió por derechazos y naturales, fogoso, forzado a veces, sin aquella naturalidad y templanza que definen a los toreros buenos. Un afarolado y un molinete previos a los pases de pecho remataron sendas tandas y esta variación muletera confirmaba el merecimiento de la oreja, que necesitaba refrendar mediante el volapié neto, metiendo el estoque por el hoyo de las agujas. Mas no lo metió por el hoyo de las agujas sino por los canales del costillar, y aquello fue bochornoso, escandaloso, intolerable e impúdico.

Al primero de la tarde, después de una faenita movida e inconexa, Emilio Muñoz le había matado igual; luego debe de tener vicio. Claro que sus compañeros aún lo hicieron peor.

Julio Aparicio no se acopló con sus toros. En el quinto echó a correr ruedo a través como si se fuera a escapar de la plaza, volvió aflamencado y marchoso, y no hubo nada. Finito de Córdoba se puso a pegar pases destemplados fuera de cacho con el pico de la muleta, corriendo a la salida de cada pase; después la emprendió a metisacas infamantes y puso punto final a la corrida a las tantas, con nocturnidad y alevosía. Para entonces ya estaba allí la bandada habitual de murciélagos -lo rat penat, que llaman en idioma valenciano trenzando sobre el redondel la siniestra danza del vampiro.

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