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La ruta de la angula

"Ahí donde las véis, vienen del mar de los Sargazos", dijo el anfitrión señalando, con el tenedor de madera, la borbotante cazuela de barro. Celebrábamos aIgo, pretexto para dar cuenta de tan exquisito plato, en un comedor madrileño, medio tasca, medio restaurante de lujo. De la primera, un meditado descuido y una cicatera sencillez, había proscrito los manteles -ni siquiera de rafia o de papel- y suplantado el cristal por el vidrio; del segundo, mantenía precios al alcance, apenas, de sólidas fortunas.Largo viaje el de la anguila, que abandona el légamo del río para atender al trámite amoroso de la reproducción, en pleno Atlántico. Las crías rehacen la incomprensible ruta, adelgazan, empequeñecen y vuelven al estuario original. Los extranjeros que, por definición, son ignorantes, ponen reparo al aspecto de fideos con ojos, incluso aquellos que se derriten por el caracol de tierra. Su transformación es tan simple como corresponde a oferta de categoría: lo difícil es darle el grado de calor al aceite -de oliva, por supuesto- y las dosis de ajo, guindilla y laurel, el armónico condimento culinario. En tortilla, ensalada o acompañando a otras cocinadas, son derivaciones para paladares más aventureros. Como tontos que somos, buscamos refugio en la ortodoxia.

Han ido escasas este año, por culpa del prolongado buen tiempo en el norte, de las lunas brillantes y el largo y benigno otoño: hubo calamar, hasta mediado noviembre, no les digo más. La angula huye de la claridad natural, aunque acude, por su mal, al resplandor fugaz de la farola que pasea la lancha del pescador por el agua batida de algunas rías. Dícese que quizá vuelvan a la de Bilbao y a otras orillas cantábricas donde el agua fluvial endulza los salobres envites. Es propicio el mal tiempo, el mar plomizo, la lluvia sesgada, que urge y arrastra el viento gallego del noroeste.

El pasado febrero, durante los días del temporal de viento, lluvia, nieve y frío, pasé por la desembocadura del Nalón, que acoge próvidamente larvas de renombrada calidad. Me dicen que se las llevan los japoneses, vivas, para que, en sus lejanas islas ictiófagas, se hagan anguilas adultas y de provecho. Milito entre quienes no están conformes con ello. Hay argumentos para todo, hasta para saborear camarones, el chipirón y la angula; los mismos que consienten el pollito de grano, los recentales y, el ternasco. De otra suerte, sólo comeríamos bueyes valetudinarios.

La angula es otra víctima del tabaquismo: muere en recipientes de agua con tabaco desleído, no por gratuita crueldad sino porque es el único método -hasta ahora- de que suelten la baba que las envuelve y abriga. ¡Hacer 10.000 millas para esto!

Uno de los comensales, cuyo silencio es proporcional a su pasividad a la hora de disputar la cuenta, mostró cierto interés académico por el precio del kilo. Algo muy fluctuoso, que fijan la abundancia o escasez, con bruscas alternativas, influídas ahora por la ingerencia nipona. Entre 15.000 y 30.000 pesetas, a pie de muelle. Échenle corretajes e intermediarios, hasta llegar al consumidor; instaladas en un restaurante sitúan la ración en casi 4.000 pesetas los 100 gramos pelados. Más caro, a veces, en la rula ribereña, que en la pescadería de nuestro barrio.

Tal precio bien merece información adicional. Las que paladeamos procedían de los caladeros de San Juan de la Arena, en la margen derecha del río Nalón. Tengo noticia de que gente emprendedora madura el proyecto de una asociación de amigos de la angula, con el honesto propósito de proteger la gustosa especie, para que no desapareca de las confluencias cantábricas. Ambicioso proyecto al que podría yuxtaponerse parejo amparo del excelso percebe. Se alzan voces para qué se prohíba la exportación o, en alternativa, declarar a la angula y al percebe material estratégico, algo que debió hacerse con el jamón de Jabugo y los callos a la madrileña; ahora quizás sea, demasiado tarde. Nuestros hijos y nietos lo reprocharán acerbamente y la historia nos pedirá cuentas.

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