La hora de la política
Los resultados de las elecciones del 3 de marzo han producido una sorpresa muy general. Los vaticinios de políticos, medios de comunicación y empresas de estudios electorales han tenido poco que ver con la distribución de los votos. Tal vez ello se haya debido a que algunos principios elementales de la política democrática han sido olvidados. Como Adolfo Suárez afirmó en su primer discurso ante el Parlamento tras las elecciones de 1977, el futuro no está nunca escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo. Como ni los medios de comunicación ni los estudios de opinión pueden sustituir a éste, llevamos ya unas cuantas sorpresas en estos años. La reacción habitual ha consistido en atribuir la culpa a los votantes socialistas. El Mundo y Abc, siguiendo su larga tradición de respeto, han tachado a los electores socialistas de analfabetos, votantes cautivos, ratas que en vez de abandonar el barco nadan hacia él. Para estos medios resulta intolerable que se cuestione su visión tenebrista de la vida colectiva. Pero si estas elecciones han puesto fin a un ciclo deberían también cambiar estas formas de abuso político. Por otra parte, supuestos expertos en encuestas acusan ahora a los votantes socialistas de haber engañado a todos y de mentir: más bien habría que esperar de estos expertos, cuyas prospecciones incompetentes tienen consecuencias políticas, que de ahora en adelante cobren por su trabajo en función de su acierto.Más allá de sobresaltos y de estridencias, el 3 de marzo ha concluido un prolongado periodo de la política española. Pero si sabemos qué es lo que no va a continuar, no resulta tan claro qué es lo que lo sustituirá ni por cuánto tiempo. Porque los ciudadanos han decidido también que el PP debe intentar formar un nuevo, Gobierno bajo fuertes condiciones y con una oposición sólida. En buena parte, este conjunto de decisiones ha respondido a unas campañas en negativo, en las que se pedía más el voto contra que el voto para algo: se trataba de echar a los socialistas o de frenar al PP. Y resulta que los ciudadanos han respondido afirmativamente a ambas peticiones: han acabado con el periodo de Gobierno socialista monocolor y han maniatado al PP a la hora de llevar a cabo su programa, el "oculto" o el visible.
La situación política en que se encuentra el PP es compleja. Por un lado, su victoria es indudable: su voto ha aumentado en cuatro puntos porcentuales, le apoyan en tomo a un millón y medio de electores más que en 1993, su representación parlamentaria cuenta con 15 escaños adicionales. Ha ganado en 13 de las 17 comunidades autónomas y disfruta de un amplísimo respaldo en Castilla y León, Cantabria, Murcia o Madrid. Por otro lado, es verdad que la unión de toda la derecha tras el PP le ha proporcionado 10 escaños menos que a la UCD en los años setenta y menos votos que los sumados entonces por ambos partidos. Pero el principal problema del PP es que su victoria actual se ha convertido en pírrica por razón de su política. A lo largo de estos años pasados, el PP sólo ha apostado por la estrategia de conseguir una mayoría absoluta, practicando una política de tierra calcinada, de crispación y agresión, azuzado por medios de información particularmente infames. No dudaron así en provocar una amplia histeria antisocialista y antinacionalista. Ignoraron, sin embargo, que el sistema electoral español, en condiciones normales, no facilita esa mayoría y que la distribución de preferencias políticas entre los votantes la hace casi inconcebible. El resultado ha sido que, mientras por un lado se han debilitado las instituciones y dañado la política, nunca el vencedor ha dispuesto de menor apoyo electoral ni su líder de menor aprecio popular en nuestros 20 años de vida democrática. Una estrategia bien distinta a la del PSOE en 1982, pese a la retórica de la derecha: entonces, los 18 meses previos de apoyo al frágil Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo fueron compatibles con una sólida mayoría en las elecciones de octubre, el interés general se concilió con el interés partidista, el nuevo Gobierno dio confianza a la economía. La difícil situación política actual no afecta sólo al PP: el Gobierno de España es de todos e importa a todos. La formación de un nuevo Gobierno con una distribución de escaños como la actual puede no ser sencilla, pero no por ello ha de resultar imposible: en un abrumador número de países europeos se trata de una experiencia habitual, que se resuelve con fórmulas diversas. En una democracia, todos los partidos leales deben estar disponibles para gobernar. El problema sólo se agudiza si uno convierte a todos los demás partidos en enemigos, les insulta e intenta criminalizar al competidor principal. Bien es cierto que el PP exceptuó de este tratamiento a IU, su partido favorito. Por todo esto, la situación del PP no es equivalente a la del PSOE en 1993: la diferencia radica en que de la noche a la mañana tiene que buscar amigos, hacer público un programa, negociar, convencer.
Esta necesidad se plantea ya respecto de la investidura: para que sea posible un Gobierno del PP, CiU debe votar a favor o el PSOE abstenerse, puesto que no es suficiente con que los nacionalistas vascos y catalanes se abstengan si los socialistas votan en contra. Pujol debe disfrutar de estos momentos, tras tanto insulto personal y tanta crispación anticatalana desde 1993. Aunque es también verdad que su posición es difícil: al final es a él a quien le corresponde decidir. Pero cuando retiró su apoyo al Gobierno socialista a fines de 1995, con unas elecciones ya entonces anunciadas para este mes de marzo, difícilmente pudo desear que éstas diesen lugar a un Gobierno mayoritario del PSOE o del PP. ¿Qué dirá ahora la "caverna", en caso de que un Gobierno de la derecha sea posible gracias al nacionalismo catalán? Y en caso de que se produjera un bloqueo en la formación del Gobierno que condujera a nuevas elecciones, el PP se encontraría en la incómoda situación de que éstas se habrían debido a su prolongada descalificación de todos los partidos relevantes; es decir, a su intolerancia.
En todo caso, el Gobierno que supere la investidura sólo sobrevivirá si sus políticas son integradoras, si defiende intereses comunes a todos. Es decir, si respeta un Estado de las autonomías cuyo diseño no pretendía sólo una descentralización, sino un acomodo de los nacionalismos; si practica la tolerancia; si promueve la competitividad de la economía a la vez que preserva la cohesión social. A diferencia de lo que hubiera pasado de ganar las elecciones de 1993, la derecha tiene hoy la ventaja de heredar una economía en buenas condiciones. Y si sus políticas no son regresivas, el Gobierno podrá ser estable. Los beneficios serían en ese caso de todos: las condiciones de la convergencia económica europea podrían cumplirse, España podría seguir modernizándose. Si todo ello fuera posible, la actual encrucijada no habría de ser negativa.
Es cierto que tales políticas no serían el resultado de que la derecha lo hubiese querido, sino de que no habría podido hacer otras. Por ello, no es fácil que un Gobierno de estas características sea aceptado de buen grado por la derecha más intransigente. La experiencia de la UCD proporciona ejemplos de Gobiernos que intentaron responder a intereses generales, pero que fueron torpedeados desde esa derecha. Hasta ahora, la estrategia en negativo del frente antisocialista facilitaba las cosas: para conciliar intereses diversos bastaba con querer desplazar a Felipe González, callar mucho, prometer a todos. Ahora, las cosas han cambiado, pero en una dirección que la derecha no preveía. Esto puede dar lugar a reacciones diversas. Una puede consistir en entender que una persona de perfil diferente al de José María Aznar podría producir menos rechazo en sus posibles aliados. Otra puede ser un incremento de la crispación, una mayor corrosión de la política, la continuación de la caza de brujas, intentando acabar con Felipe González y desmantelar la oposición para triunfar, de forma esta
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vez decisiva, en unas nuevas elecciones generales. No cabe descartar que la frustración de la derecha vitriólica ante tan precarios resultados y tan insatisfactorio futuro genere estrategias insensatas. Pero ni cabe ignorar a más de nueve millones de votantes ni el país en su conjunto se merece la política de la infamia.
Resulta una experiencia inédita en estos 20 años que el partido en el Gobierno pase a ser un fuerte partido en la oposición. Esto supone un reto para el nuevo Gobierno, sin duda, pero también para el PSOE. Es cierto que para los socialistas se trata de una derrota dulce: dejan al PP en una simple situación aún más difícil de la que ellos vivieran a partir de 1993 y pasan a la oposición para recuperar fuerzas, pero con más de nueve millones de votos, habiendo ganado las elecciones autonómicas en Andalucía e incrementado su voto en Cataluña. La historia juzgará la tarea que han llevado a cabo durante estos 13 años, pero mientras tanto la prensa extranjera, con la mayor objetividad que proporciona la distancia, destaca el predominio abrumador de las luces sobre las sombras: la integración en la Comunidad Europea, el crecimiento de los ingresos, la extensión de la educación y de las prestaciones sociales, el desarrollo de las infraestructuras, la evolución del. Estado de las autonomías, el respeto al pluralismo cultural. Sin duda, Felipe González estará satisfecho: no sólo por haber sido un gobernante de excepcional talla, sino por cómo deja el poder. La campaña electoral ha vuelto a mostrar su calidad humana, la fuerza de sus convicciones, su capacidad política. Es verdad que durante mucho tiempo he pensado, por razones muy diversas, que no debería ser el candidato socialista en estas elecciones, pero salir del poder de esta forma ha sido bueno para la democracia, con independencia de lo que haya supuesto para el partido socialista.
Pero nada sería más ridículo que la complacencia de los socialistas en la derrota. El PSOE no puede ignorar que ha perdido casi un punto y medio del electorado en estas elecciones, que dispone de 18 escaños menos que en 1993, que gana sólo en 15 de las 52 circunscripciones, que sus apoyos en las zonas urbanas y en las capas medias y medias-bajas se han reducido drásticamente. Necesita así rehacer lazos, recuperar gentes.
Los socialistas deben ser también conscientes de que una buena parte de sus apoyos se deben a razones negativas; es decir, por que constituyen la alternativa a la derecha. Deben, por tanto, repensar sus programas, sus políticas y sus ideas. Y han de entender que su organización se ha debilítado mucho en estos años, dolida y desmoralizada por los escándalos, desorientada políticamente, acosada brutalmente desde fuera, pero que su fortalecimiento pasa por su apertura. El pluralismo leal es el mejor medio de evitar bombas de relojería ocultas o partidos en el seno, del partido, que tanto han contribuido a que se alejen de los socialistas gentes que les son imprescindibles. Para ello, el PSOE debe reconstruir muchas cosas, renovarse en profundidad, y todo ello requiere tiempo.
Los socialistas deben así abordar la oposición como una tarea apasionante. En ella podrán volver a perfilar su identidad y tendrán abundantes ocasiones de ejercer la responsabilidad. Puede suceder que en su debate político resurjan retóricas trasnochadas, discursos populistas o propuestas de alianzas con una Izquierda Unida cuya dirección las hace inviables como proyecto político. Pero, en las actuales circunstancias, estos planteamientos tendrán probablemente poco eco. Y frente al Gobierno, el norte de su estrategia debe resultar sencillo: hacer lo opuesto a la estrategia del PP durante estos años. Es decir, llevar a cabo una oposición leal con el sistema, que no pase por llamar "pedigüeño" al Gobierno en Europa, que no descalifique a los nacionalismos, que no deslegitime a las instituciones, que respalde la unidad de todos los demócratas contra el terrorismo, que respete al adversario. Y a la vez, que defienda en las políticas los principios de libertad, igualdad, no discriminación y tolerancia que definirán siempre a la izquierda.
Estas elecciones abren la posibilidad de una política fluida, dialogante, que vuelva a ser la que el país merece. De la actual relación de fuerzas podría derivar un cierto denominador común, necesario pero inexistente estos años, referido a las políticas, pero también a la política a secas; es decir, al entendimiento acerca de las reglas del juego. Podría así desterrarse un envilecimiento en el que prosperan truhanes y mafias intimidatorias. Los ciudadanos han colocado a los políticos en una situación en la que el único camino sensato pasa por el respeto mutuo.
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