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Antes de la derrota

Antonio Elorza

Cuando, en su Teoría de la justicia, John Rawls analizó el "rechazo consciente", esto es, la negativa de alguien a aceptar una disposición derivada del ordenamiento jurídico, no pudo pensar que la expresión sería aplicable al comportamiento del jefe de un Gobierno democrático. Sin embargo, difícilmente cabe calificar de otro modo la actuación de Felipe González en el procedimiento en curso sobre los GAL, cuyo último episodio fuera el procesamiento de José Barrionuevo, acompañado de su inclusión en las listas electorales del PSOE. Frente a la resolución judicial, González esgrime una vigorosa objeción de conciencia al manifestar que el ministro ha actuado siempre dentro de la legalidad, mientras su presentación como candidato "refleja el convencimiento del partido socialista de que es inocente". No se trata, así, del principio de presunción de inocencia que protege a todo inculpado, sino de un veredicto previo de absolución, el cual habrá de obtener el refrendo del electorado. Y supuesto que el Gobierno de González niega los documentos a la investigación judicial y no propone interpretación alternativa alguna a lo ocurrido con los GAL según los jueces Garzón y Móner, todo se resuelve de hecho en una invitación descarada a la complicidad de los votantes, quienes suscribirían con su papeleta un auténtico bill de indemnidad. Efectivamente, en este contexto, la "inocencia" bien puede dar cobijo a un tipo de actuación, criminal de cara a unos jueces y a unas leyes, pero estimable y positiva según el patriotismo y la razón de Estado. Algo similar a lo que pusieran en práctica el Gobierno alemán frente a la banda Baader-Meinhof o el gaullismo frente a la OAS, tal y como susurran voces respetables. Se olvidan quienes así hablan de ejemplos aún más eficaces, del tipo de la producción de desaparecidos en Argentina y Chile durante los años setenta, pero es que incluso la apología del crimen ha de respetar hoy día ciertos criterios de buen gusto. En cuanto al envilecimiento que en la conciencia social puede provocar semejante legitimación indirecta del terrorismo de Estado, es cuestión que ni se plantea.En tales circunstancias, y si admitimos que la defensa del Estado de derecho constituye un valor irrenunciable para la izquierda democrática, la opción elegida por Felipe González equivale a una voladura consciente de su sistema de valores. Por otro cauce, es lo que hizo Craxi en Italia. Una vez más, González propone el borrón y cuenta nueva. Con la boca pequeña, a modo de "ejercicio de humildad" (sic) ante la sociedad española, no desde luego de responsabilidad, y como si lo ocurrido 0uese de corta envergadura y no llegara a amenazar cuestiones tales como la unidad del Estado. Lo que cuenta no es el pasado, sino la decidida voluntad de enmienda, tal y como me indicaban dos buenos amigos de este mismo diario en el curso de una comida en Montpellier, cuando me atreví a poner en duda la sinceridad de propósitos del presidente tras las elecciones precedentes en cuanto a dejar caer todo el peso de la ley sobre sus corruptos. Nunca más sucederá, asegura González, o, por lo menos,, "intentaremos que nunca más vuelva a ocurrir". Del mismo modo, el presidente propone ahora un nuevo "contrato social", olvidando la intransigencia frente a los sindicatos que él mismo exhibió para reformar el mercado de trabajo en 1993.

El resultado es el diseño de un curioso juego para ese centro-izquierda que al parecer constituye la mayoría del cuerpo social español. Pase lo que pase el 3 de marzo, pierde. Si el vencedor es Aznar, porque evidentemente gana la derecha; más o menos civilizada, ya lo veremos. Si gana González, con sus apoyos nacionalistas, porque se consolida un partido-Estado que en cuestiones esenciales impone una degradación de los valores democráticos. En el PSOE hay, ciertamente, buenos gestores y muchos militantes honrados, pero no es ésa la línea que encarnan ni González ni su hermano-enemigo de supuesta izquierda Alfonso Guerra. Valga la perogrullada, la renovación pasa por la renovación.

Otro tanto cabría decir de Izquierda Unida. Cuando esta formación dio sus primeros pasos, hace 10 años, al calor del referéndum sobre la OTAN, tenía ante sí una pluralidad de perspectivas, desde quedarse en una coalición bastante disparatada de micropartidos hasta la construcción de una nueva fuerza política renovadora sobre las ruinas del PCE, pasando por la recuperación de éste merced al aprovechamiento de una plataforma electoral de espectro aparentemente amplio. Esta última variante es la que ha acabado por imponerse, y el congreso comunista de diciembre significa bien a las claras el abandono de toda esperanza para quienes aspiraran a cancelar ole una vez la herencia de Lenin. El dato ha obtenido confirmación en las listas electorales. La organización se atiene a las reglas del comunismo burocrático en el partido-núcleo, mientras la ideología descansa sobre un dualismo, más maniqueo que marxista en la presentación que hace Julio Anguita, entre el polo del Mal, la orilla del neoliberalismo, con sus dos pobladores, PP y PSOE, y la alternativa" portadora de una contra-sociedad. "Triple alternativa de sociedad, de modelo de Estado y de gobierno", según definiera ya el político andaluz en su conferencia del Club Siglo XXI de abril de 1989. En suma, una propuesta tan indefinida de fondo como peligrosa para el caso de tener la improbable ocasión de materializarse.

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Paradójicamente, ello no significa que el voto a Izquierda Unida haya sido hasta ahora estéril, ni que suponga una pinza artera contra la izquierda-realmente-existente que es el PSOE. Ahí está la labor parlamentaria de IU, donde, más allá de la inevitable y parcial coincidencia en la petición de responsabilidades sobre el terrorismo de Estado y la corrupción, su voto se ha alineado con el Gobierno, y no con el PP, allí donde han despuntado opciones progresivas tales como el Código Penal y el aborto. Con toda su voluntad de manipulación, fue IU la que defendió en el Congreso las posiciones de los sindicatos. Ha sido un trabajo parlamentario sensato y eficaz, especialmente por parte de algunos componentes del grupo, que sirve de contrapunto al discurso y a la ideología arcaicos de Anguita, de Frutos y de tantos más. Así que el problema no reside tanto en votar o no a IU, sino en valorar las posibilidades de futuro que encierra para la izquierda un gueto articulado en tomo al PCE como centro de poder.

Los resultados electorales pueden servir también en este caso de palanca para el cambio. El previsible estancamiento de IU demostrará que, afortunadamente, la alternativa de Anguita tropieza con límites infranqueables para su consolidación. No es cuestión de apuntarse a la miseria del anticomunismo de que hace gala el libro-estrella de los últimos meses, El fin de la ilusión, de François Furet, en cuanto al balance histórico. En sus tres cuartos de siglo de vida, el comunismo compartió por un lado con el fascismo su carácter de pesadilla para el hombre de nuestro siglo, pero también contribuyó decisivamente a causas positivas, tales como la derrota del propio fascismo o la mejora del nivel de vida y el acceso a la ciudadanía social de los trabajadores de Occidente. Pero ya no cabe sostener la ruptura del vínculo entre socialismo y democracia, ni la afirmación del objetivo igualitario a corto plazo, puntos en que se basara Lenin para la definición como "comunista" de su partido. Los problemas de la izquierda son hoy otros, como lo son también respecto de la socialdemocracia de mediados de siglo.

Sin duda, figura en primera línea el objetivo de frenar el retroceso en la participación de los asalariados en el PIB, oponerse al empeoramiento de las condiciones de trabajo y al incremento del paro y, en suma, afrontar la ampliación de esa desigualdad que crece en las dos últimas décadas. Tales metas vinculan la acción política de la izquierda a la práctica de las organizaciones sindicales, pero no excluyen la exigencia de desbordar la actuación defensiva. Una vez reconocida la supervivencia de la economía de mercado como requisito técnico de la eficacia del sistema, la izquierda tiene el deber de innovar en la corrección a los procesos degenerativos que conlleva la evolución del capitalismo y en la elaboración de nuevas estrategias en Europa frente a los procesos de deslocalización que hoy caracterizan a la economía mundial. En términos de Norberto Bobbio, suscitando una vez más cambios en el sistema, no del sistema, luchando contra el abrazo mortal con que los poderes dominantes en la economía de mercado, en menosprecio de los intereses colectivos, envuelven a la propia democracia. Más allá de las vías muertas que encarnan González y Guerra de un lado, Anguita y Frutos de otro, existe en nuestro país el soporte sociológico e intelectual para que esta izquierda democrática cobre forma. Tal vez sea sólo un sueño. Pero también es una necesidad.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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