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La española 'Extasis' entra en el reducidísimo grupo de películas dignas de un premio

El otro excelente filme del último día fue el japonés 'La aldea de mis sueños'

ENVIADO ESPECIAL Hoy, con la proyección de Faithfull, dirigida por el neoyorquino Paul Mazursky e interpretada por Chazz Palmintieri y Ryan O'Neal, se acaba la Berlinale 96. Ayer se completó la competición con la película japonesa La aldea de mis suefios, dirigida por Yoichi Higachi, y la española Éxtasis, dirigida por Mariano Barroso e interpretada por Javier Bardem, que acudieron a presentar su trabajo ante aproximadamente dos centenares de periodistas. Ambas obras, por encima de sus defectos, contienen buen cine y a ráfagas excelente cine, mercancía escasa en esta Berlinale, lo que las sitúa en el reducidísimo grupo de películas dignas de un premio. Otra cosa, impredecible, es que lo logren y no ocupen el lugar que merecen algunas de las mediocridades o engendros que han empequeñecido la gran pantalla del Zoo Palast.

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Éxtasis fue, en la sesión matinal de ayer, seguida por casi 3.000 personas con esa inconfundible, cómoda y acompasada respiración que se deja oír cuando una película interesa a una masa heterogénea de espectadores. Pero en la escena final sonaron dos o tres risitas extemporáneas que rompieron el ritmo de esa respiración y que obedecen a una causa anterior a esa -dificil de sostener, pero sostenida- escena.Se trata de un fallo del guión en el ecuador de la película que cuando se produce pasa inadvertido, pero que se hace visible de forma retrospectiva en el desenlace. Cuando en éste Federico Luppi revela que conoce desde el primer momento el engaño que le ha tendido Javier Bardem al hacerse pasar por, hijo suyo, y aclara que ha aceptado esa farsa porque, aunque no es su hijo, él -director de escena- le ha convertido en hijo al transformarle en actor, echamos, de menos una mejor visualización de esa conversación, el paso a paso del proceso de moldeamiento y pulimento del director-padre al actor-hijo.

El guión resuelve. esta original incrustación del mito de Pigmalión en el mito de Segismundo en sólo dos o tres escenas encadenadas en unos pocos minutos, cuando -vista desde el desenlace- debería tener un crescendo mucho más lento y minucioso de lucha y de esfuerzo, pues se trata nada menos que, del parto de un hombre por otro hombre, metáfora grave que deja ver en la pantalla que hubiera necesitado una apoyatura más sólida en el papel. De ahí que la mezcla de periodistas especializados y público berlinés de a pie, después de hora y media de acompasamiento con el ritmo de la película, se desmarcara un poco en los minutos, finales. Éxtasis, pese a este defecto de construcción y de la dificultad que lleva aparejada el triángulo que representa, es cine, gran cine.

Movimientos ocultos

La aldea de mis sueños es una defi cada evocación en tono elegiaco que dos pintores japoneses -hermanos gemelos verídico sus hacen de sus años de infancia en una al dea de los alrededores de Kyoto, recién terminada la II Guerra Mundial. Es un relato muy sencillo, emotivo, gracioso y transparente, que, gracias a la condición trarislúcida de su secuencia, pausada pero nada solemne, permite ver -es lo mismo que ocurre, con estilo opuesto, en Extasis- movimientos ocultos bajo las evidencias de la imagen. Si en la película española cada gesto de cada personaje encubre una trastienda oculta y lo que dicen no coincide siempre con lo que piensan, en La aldea de mis sueños, por el contrario, cada personaje es de una pieza, su apariencia contiene su sustancia, y su identidad se cierra sobre lo que vemos de sus actos y oímos de su boca.

Pero, en cambio, considerados en conjunto, como universo, esos adorables personajes del Japón rural tienen un revés metafórico que dice mucho sobre el destino y el infortunio de su país. Hay en esa apacible aldea anclada en el final de una pavorosa guerra algo de espejo donde se entrevé el despertar de un monstruo: el Japón del futuro, que es el de ahora mismo. La frase final de la elegía de los hermanos pintores -"Ahora ese pueblo sólo existe en nuestros cuadros"- enuncia en tono suave el final de una cultura en sentido primordial: una forma elevada de vivir aquí abajo. Estamos ante una elegante manera silenciosa de hacer sonar las trompetas del apocalipsis, es decir, el fin del tiempo, a la japonesa, entre sonrisas y ceremonias cordiales.

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