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Tribuna:TRAVIESÍAS
Tribuna
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El reino de los pobres

Antonio Muñoz Molina

Alguien debería averiguar por qué razón es tan difícil que el cine de nuestro tiempo retrate con veracidad las vidas de la gente trabajadora. En la mayor parte de las presuntas comedias españolas los personajes son cuarentones forrados que se mueven por áticos inmensos, dotados de las últimas novedades del diseño, y digo que se mueven y no que viven porque en ninguna de esas películas se tiene nunca la sensación de que esos escenarios sean lugares usados para la vida diaria: las cocinas son exposiciones de diseño culinario; los dormitorios parecen siempre recién trasladados desde el escaparate de una tienda carísima de dormitorios.Los pobres, cuando aparecen en las películas, y sobre todo en las películas españolas de estos últimos años, son pobres de sainete, en el mejor de los casos, pobres bufos y dicharacheros o delincuentes o yonquis, y lo más común es que el director y el guionista aprovechen para reírse de ellos, de su pintoresquismo, de su mala lengua, de su fascinación por los tapices de ciervos y por los muebles librería con el televisor empotrado. La fuente más inextinguible de risas de los cómicos tarados de la televisión es la parodia y la burla de las mujeres de clase trabajadora que compran en las rebajas de los supermercados y leen en las peluquerías de barrio'.

Por eso me ha sorprendido y me ha conmovido tanto el retrato que hace Agustín Díaz Yanes de la vida y de la dignidad de los pobres en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, que es una película tan admirable, tan bien imaginada y contada que no parece posible que sea la primera de su director, pero que también tiene, una energía desbordada en la que se reconoce el entusiasmo, el coraje, las ganas de decirlo tumultuosamente todo que algunos autores ponen en su primera obra, su primera novela o su primera película, sobre todo cuando éstas tardan un poco en hacerse, cuando uno a tenido tiempo de crecer y de madurar en secreto con ellas, de ir soñándolas con toda la perfección de lo que parece imposible, de lo que importa tanto que nos da igual que sea imposible. En esta película, la cámara se mueve siempre muy cerca de los personajes, en una proximidad de roce y peligro de faena taurina, se acerca del mismo modo que se acerca un torero a los cuernos y al lomo ingente del animal. Desde el primer instante, en la oscuridad del cine, sentimos el peligro, la amenaza horrible de la crueldad y la muerte, y también la inminencia de la desgracia, el vértigo de perdición al que cualquiera puede sucumbir. El asesinato no es un juego decorativo, la vejación sexual no es una broma excitante de película porno, de travesura inocua en un viaje turístico: las personas son desgarradas por pistolas y cuchillos y sufren horriblemente antes de morir, las mujeres más débiles o más pobres pueden ser hundidas en infiernos de prostitución en lo que nadie con un poco de decencia encontrará ni una brizna de romanticismo.

Pero la cercanía de esa mirada y de esa cámara no es sólo la de la contaminación del peligro, sino también la cercanía de la ternura, la fuerza abnegada y persistente de la solidaridad. Quien se nos aproxima puede herirnos o humillarnos, pero hay cercanías que nos salvan, que nos rodean y acogen, habitaciones estrechas de un piso de barrio en las que se ha establecido como un reino invulnerable la dignidad de los trabajadores, el encono de sobrevivir sin rendirse, el coraje popular ante la adversidad, que no es nunca la del destino abstracto, sino la de la injusticia, la de la explotación del hombre por el hombre.

En esa proximidad agobiadora, en el reino angosto de un piso de Vallecas, Díaz Yanes ha erigido con Pilar Bardem una estatua trágica y entera de heroísmo popular, una torre de lealtad y decencia, de firmeza y ternura. Esa mujer coja y enlutada, que guarda en el cajón de una cómoda el sobre con el dinero para el plazo de una hipoteca y lleva años cuidando a su hijo en coma igual que si lo amortajara todos los días y lo velara cada noche en un velatorio perpetuo, tiene una verticalidad de escultura de Alberto o de Pablo Gargallo y a la vez una delicadeza que se revela entera en un instante en que se le queda el pelo suelto, o en que se acuerda sonriendo de cuando era joven y estudiaba en la aulas universitarias de la Segunda República.

Díaz Yanes, que ha puesto apasionadamente tantas cosas en su primera película, tanto amor al cine y tanta lealtad orgullosa y agradecida a la memoria de sus mayores, también ha querido poner en ella la antigua reverencia popular por el saber, la tradición ilustrada de los ateneos, las bibliotecas y las escuelas nocturnas, la emoción de las manos fortalecidas y gastadas por el trabajo que alisan una hoja de papel y escriben con dificultad un dictado, de los ojos que vencen la fatiga y el sueño para mirar una pizarra o un mapa. Durante más de diez años el señoritismo pedagógico de una izquiera que perdió su dignidad al perder su memoria ha desmantelado la escuela y convertido en un mérito la ignorancia: por eso conmueven tanto la pizarra y las tizas de Pilar Bardem, sus dictados lentos y benévolos, su obsesión por que Victoria Abril aprenda a vivir con entereza y a poner las haches y los acentos en su sitio. Quien lo ha tenido siempre todo puede permitirse el lujo de despreciar el conocimiento. Quien está protegido por el dinero o la posición social puede aventurarse impunemente en el desvarío o burlarse de la rectitud. Ya iba siendo hora de que alguien contara el heroísmo cotidiano de la vida popular, tan devastada por el desarraigo, por la televisión, por la falta de trabajo, por la incultura y las epidemias atroces del alcohol y las drogas. Salí del cine abrumado de felicidad y congoja, como salía uno a los 20 años de aquellas películas que le trastornaban, y me acordé de lo que le dice Pedro Salinas a Jorge Guillén en una carta: "Cuánto me gusta que las cosas me gusten". A Agustín Díaz Yanes le debo las horas más intensas que he pasado en un cine desde hace no sé cuánto tiempo. Me ha hecho sentir nostalgia de cuando yo escribía por primera vez una novela.

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