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Tribuna
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Por la concordia

Me dispongo a contestar el excelente artículo de Jesús Mosterín sobre los derechos lingüísticos. No busco "ganar" un debate (con un tipo tan fino como Mosterín lo tendría bastante crudo), sino establecer un espacio de reflexión acerca de un problema que puede llegar a ser trágico. Por mi parte he procurado, en los papeles que publico en catalán, sembrar a favor de la razón y la concordia en donde impera, como bien resume Mosterín, la "descerebrada abstracción colectiva" del nacionalismo esencialista catalán. Pero desearía encontrar voces con parecida intención en la otra orilla -que no es, me temo, la de Razón, aunque a veces se presente como tal, sino la de otra "descerebrada abstracción": la esencialista española-.Firmaría con gusto el meneo de lógica aplastante que Mosterín aplica a lo que se da en llamar "derechos lingüísticos territoriales" y al concepto arcaico de democracia tiránica. Para completar su argumentación ofrece los ejemplos de Argelia, Turquía y Bélgica, en donde se están haciendo auténticas barbaridades. El artículo de Mosterín hasta aquí tiene, como todos los suyos, una lógica implacable. Sin embargo, en un determinado punto, al referirse al País Vasco, hace una rara pirueta y mezcla, de manera que puede parecer incluso demagógica y en todo caso alógica, peras con manzanas. No se parece en nada la obligación de aprender el vasco como asignatura a la imposición sistemática de todo lo turco sobre los kurdos. ¿A los alumnos de BUP que abominan de la física por difícil o por coñazo hay que quitarles esa cruz? Asumo que no hay "derechos de lengua", sino el "derecho de cada hablante". Y justamente por ello me parece abusivo, por no decir chusco, presentar una ley de inmersión que es básicamente un sistema (discutible) de enseñanza como si se tratara de una operación tiránica turca. Dejando a un lado maestros jomeinistas (que en todas partes cuecen), la inmersión es un sistema contrastado que permite a todos los pequeños hablantes catalanes llegar a su adolescencia con un pasable dominio tanto del castellano como del catalán. Es verdad que a muchos (voten o no) les importa un comino aprender el catalán. También los hay (aunque menos, y esto nunca se dice) que les importa un comino aprender el español. Tenemos la suerte de que catalán y castellano son primos, con lo que su aprendizaje, partiendo del territorio común de la romanidad, es sencillísimo (es curioso, sin embargo, comprobar las enormes dificultades que provoca el catalán entre gente culta que ha pasado años, incluso toda una vida, escuchándole diariamente).

¿Que los maestros de Rosa Sensat ahora dicen el digo de la inmersión cuando antes defendían el diego de la maternidad? No digo que no. Pero no estamos hablando de algo reversible como un calcetín: el contexto sociolingüístico es decisivo. Defendían la lengua materna en teoría, en la práctica se reclamaba solamente la enseñanza del catalán como asignatura (incluso inicialmente sólo optativa; así empecé yo: dando clase de catalán a las siete de la tarde a los cuatro niños cansados que quedaban en la escuela: año 1974). Eran tiempos en que la escuela era totalmente castellana, como la vida social y pública: de la tele a los periódicos, de la policía a los altavoces del Camp Nou, de las oficinas públicas a las tiendas privadas. Y con la ley armada en los talones. Esto era así incluso en la universidad de los setenta, donde se me exigía dejar de hablar "la lengua de la burguesía". No hay que castigar el presente por las culpas del pasado, pero tampoco es lógico comparar la brutalidad del pasado con una cierta discriminación positiva del catalán. Estamos hablando de una sociedad en la que el castellano vive a sus anchas en donde quiere (calles, oficinas, televisiones, radios, periódicos, hipers, en todas partes menos en un par de administraciones que tienen menos peso real que símbolos). Es más: ¿sólo es poder el político? ¿Coacciona solamente la escuela? ¿No coaccionan el mercado, el Estado, los medios audiovisuales, la historia? Uno puede estar en desacuerdo con la discriminación positiva. Uno puede firmar a favor del darwinismo puro y duro y reclamar la necesidad de desentubar el cuerpo enfermo de una lengua que, como el catalán, ha perdido la capacidad de bombear su sangre con naturalidad. Uno puede incluso desear que . muera de una vez este dichoso enfermo que molesta tanto a los vecinos y que no tiene otra habitación donde pasar en soledad su agonía. Es un punto de vista: tan lícito como duro. Incluso Muy fríamente racional (lo que sobra, sobra), para nada amable ni sentimental (siempre es fácil razonar sobre los sentimientos de otros). Uno puede defender estas posturas, pero no puede razonablemente de ninguna manera comparar la discriminación positiva (los tubos que mantienen el cuerpo todavía latente) con lo que fue el franquismo lingüicida ni con lo hace Turquía con los kurdos. Defiéndanse los derechos de los castellanohablantes. Hágase con razones o con antipatía. Pero sin falsas comparaciones: odiosas y creadoras no de razón, sino de odio. Un par de juicios de intención para terminar (no referidos a los racionalistas radicales tipo Vargas Llosa, Mosterín o Savater): el problema de fondo de la actual polémica lingüística en España no sé cuál es. Pero estoy seguro que no es el derecho de los hablantes. No sé por qué han aparecido síntomas tan preocupantes de rencor, tanta maledicencia y falsedad sobre lo que se hace en Cataluña. ¿Adónde quieren ir a parar los que defienden la vía serbia? Cataluña no es el lago artificial que Pujol quiso patentar. Pero, de momento, no es un territorio en guerra lingüística. No existen las batallas étnicas que tantos en España parecen desear. Lo único que se discute es la aplicación de técnicas de discriminación positiva. Constato que estamos lejos, no ya de la Razón, sino -de algo más físico: de la amabilidad y de la concordia. Incluso de la desdeñosa y elegante "conllevancia" de Ortega. ¿Por qué todo el mundo en España parece apostar a favor de la irritación?Antoni Puigverd es escritor.

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