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EL POETA DE LOS SUEÑOS

El gran romántico de la era de las vanguardias

Fundador, ideólogo, organizador y hasta inquisidor del surrealismo, es difícil saber qué habría ocurrido con el arte de nuestro siglo sin la formidable personalidad de André Breton, cuyo nacimiento ahora celebramos por cumplirse el centenario. En cierta manera, en el surrealismo se decantó, como en ningún otro grupo de vanguardia de nuestro siglo, la filiación romántica del arte contemporáneo, así como si hubiera que hacer ahora un reparto de papeles entre quienes participaron más activa y cualificadamente en esa estruendosa conspiración artística modernizadora, hay pocas dudas sobre que a Breton le correspondería el de haber sido su profeta.Vocacionalmente poeta, a pesar de haber compuesto algún libro memorable, como Nadja, ha pasado a la historia por su labor de agitación, arrastrando tras de sí, en un agónico periodo pleno de incertidumbres morales, como el legendario flautista de Hamelin, al más brillante tropel de jóvenes talentos europeos, algunos de los cúales cayeron en el abismo. El poder de seducción de Breton, con esa sabia composición característica, cuya mezcla de idealismo, encanto y autoritarismo dogmático resulta letal para la juventud, hizo, en efecto, estragos. Pero, más allá de lo personal, sus obsesiones y manías influyeron decisivamente en la orientación del arte de la época.

Así, nada más volver del frente tras terminar la I Guerra Mundial, cuyos horrores físicos y psíquicos pudo evaluar directamente en su condición de sanitario, Breton se enrola en las postrimerías del dadaísmo, que aún sobrevivía en París, burlándose de todo y de todos. Pronto, sin embargo, va a mostrar Breton su personal estilo, cuando, en una de las célebres sesiones dadaístas en las que se ponía en solfa hasta lo más sagrado, le rompe el brazo a un desprevenido acólito por haberse atrevido a injuriar a Picasso. Y es que este nihilista tenía sus creencias muy arraigadas y no descomponía el gesto ni al caer en la peor contradicción. Picasso era y lo fue siempre una de ellas, pero también, en general, además de naturalmente la literatura, las artes plásticas, como odiaba irracionalmente a la música y, no digamos, al ballet, aunque fuera el muy moderno de Diaghílev.

Fundado el surrealismo en 1924 y el que fue su primer órgano de expresión, la revista La Revolución Surrealista, Breton se hace enseguida dueño de la situación de ambos precisamente por la discusión habida entre sus miembros acerca de si las artes plásticas estaban o no cualificadas para practicar el automatismo psíquico, el procedimiento que se convirtió en la clave creadora del primer surrealismo. Breton dijo que sí y no hubo más que hablar, lo que supuso el arranque de dos pintores extraordinarios, como André Masson y Joan Miró. Por otra parte, si concedía una bula perpetua a Picasso, Breton también repartió a su arbitrio las excomuniones, como las que condenaron a Derain o De Chirico.

Revolucionario con la fanática pasión de un romántico, su incendiaria síntesis entre Marx y Freud llevó la revuelta hasta el inconsciente, con lo que tampoco nos puede extrañar que encontrara un buen caldo de cultivo entre los más radicales creadores de la muy enloquecida España. De hecho, salvo Picasso, que curiosamente se dejó adorar, pero sin hacer concesiones, la mayor parte de los artistas españoles de la época no dudaron en seguirle. Antes he citado a Miró, que fue una figura capital en el surrealismo de los años veinte, pero, en la siguiente década, fueron también españoles sus principales lugartenientes. Dalí y Buñuel desempeñaron un papel esencial, sobre todo el primero, en la definición ideológica del surrealismo de los treinta, el que defendía la irracionalidad espontánea sin necesidad de apoyos hipnóticos o técnicas automáticas. Junto a ellos hubo otras figuras comparativamente menores, aunque sin que ello signifique restarles enjundia, como, entre otros, Óscar Domínguez, Remedios Vario, Esteban Francés o Eugenio Granell. En un momento particularmente crítico para Breton, repudiado por sus propios camaradas comunistas, es cuando visita las islas Canarias, donde se funda la facción surrealista de Tenerife.

Al terminar la II Guerra Mundial, cuando Breton está a punto de cumplir los 50 años, el surrealismo, exhausto, parece ya un fantasma dispuesto a engrosar la lista de espectros del pasado. No obstante, este voluntarista empedernido sigue dando la batalla, y, por una parte, ve cómo su viejo santo y seña del automatismo fecunda el expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, pero, por otra, también pudo comprobar, antes de su muerte, cómo sus ideas eran aprovechadas por los situacionistas, el grupo más interesante de la rebelión juvenil de mayo del 68. Y es que este romántico encarnó, sin duda, como nadie las ilusiones artísticas del siglo.

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