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¿Por que no estornudar?

El próximo lunes, 19 de febrero, a estas horas más o menos, se cumplirá ya un siglo del nacimiento, del poeta André Breton. Y a fe que semejante efeméride, tal vez inevitable, cae por aquí bastante mal; y es que, de un tiempo gélido a esta caliente parte, hemos logrado ver, y de manera muy realista (es decir, blanduzca pero atrevida), que el arte estuvo a punto de dejar de serlo por obra absurda y gracia triste del malintencionado vanguardismo, esa camisa de fuerza que sometía todo al sin sentido, al escándalo facilón, al parecer decir algo sublime con tan sólo esbozar cualquier bobada, en fin, ¿qué les voy a contar que ya no sepan? Se sabe que este hombre, árbitro principal de las vanguardias, fue cerebro y silbato de todas las victorias apañadas en favor de la inmunda bestia negra.Heredero del simbolismo, tuvo Breton la peregrina idea, en efecto, de pensar que las tradicionales palabras no eran solamente palabras, sino auténticas fuentes de energía. Al rozarse entre sí, al frotarlas, se producía una excitación, se establecía una extraña solidaridad, un hermoso encadenamiento en el que cada una de las palabras arrimaba el hombro, compensaba las posibles debilidades de su acompañante más cercana, y así sucesivamente, hasta la coincidencia efervescente. Para que eso ocurriera, el poeta tenía que situarse, de entrada y de salida, en un lugar propicio. Tenía que quedarse medio alelado, sin pensar en nada. o, a lo sumo, en Babia. Pero, en cuanto sintiese el balbuceo de una palabra indetenible, tenía que jugar con rapidez, escribirla al instante, dejar que reclamara compañia, no desdeñar ninguna y, en pura consecuencia, no tachar ni una coma, pues la mirada exterior no debe nunca enmendarle la plana a un lenguaje que viene de las entrañas.

Desde esa posición, el autor de Nadja, decidido a encontrarse con algún alma errante, piensa que el dadaísmo es un mero espectáculo, ilustrativa farsa, nihilismo y paradoja que no cesa de morderse la cola. Se aferra, pues, al surrealismo. Antes se ha fijado en lo escabroso de Valéry y en lo libertino de Apollinaire. Luego subrayará la lista de los humoristas negros: de Jonathan Swift a Alfred Jarry, pasando por Lichtenberg y Kafka. Pero, entre medias, se ha acordado mucho de Leonardo, sobre todo cuando éste situaba sus alumnos delante de una vieja pared y les rogaba que permaneciesen allí el tiempo que hiciese falta, sin pensar en nada, sin imaginar nada, hasta que lograsen ver un cuadro, una pintura que en nada se pareciese a cuantas pudieran haber contemplado antes. Ver a través de lo visible, ahondar en vez de reproducir, se convirtió en su íntimo desafío. Lo demás es historia y, para colmo de males, literaria.

Tiene Breton, desde luego, más allá de la ensoñación y la rebeldía, un arsenal de vivencias para que disparen contra él a gusto sus numerosos detractores. Estuvo en todas. Buscó el lugar propicio, también, junto a Marx, Freud y Trotsky. Estuvo en Praga, en México y en Tenerife al mismo tiempo. Estuvo por doquier repartiendo hostias y excomuniones. Estuvo en la renovación y en el languidecer de un estilo de vida. Tuvo la gracia de escribir Pez soluble y de pasarse la posguerra, hasta morir en 1966, haciendo comentarios de lo que había hecho en su día sacándole la lengua a cualquier exégesis futura. Alcanzó la opulencia con su prosa, mas antes fue corista en la representación dadaísta de Vaselina sinfónica, donde no había dejado de gritar: "Cra, cra, cra". Al evocarse a menudo, el remolino resucitaba: inconsciente, política, provocaciones, amor loco... Y esta forma madrugadora de haberse dicho adiós: "Al alcance de un libro diminuto con estas palabras estampadas: No hay mañana".

Sólo se olvidó de lo que pudo. Y no pudo olvidarse del hoy vilipendiado Marcel Duchamp. Muy en especial, de aquella jaula en cuyo interior había unos trozos de mármol cortados como terrones de azúcar, al lado de un termómetro agitado por el tenor de esta pregunta: " Why not sneeze?" ("¿Por qué no estornudar?"). Acaso ese letrero mereciese que fuera colocado el lunes próximo junto al retrato de Inocencio X, para que al fin los 101.000 visitantes coleantes dieran con el secreto de mirada tan asesina: el Papa estaba en trance de aguantarse las ganas de estornudar.

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