Una desesperación tranquila
Se ha dicho de este autor -alemán, de 53 años- que es el cronista de la "soledad colectiva", del urbano perdido. Ya, cuando se dijo, había escrito esta obra, o este enjambre de relatos reunidos, que se estrena en Madrid. No sería suficiente para describirle: habrá más de cien escritores que aspiran a esa penosa inspección, incluyendo a Handke o a Heiner Müller -recién muerto-, o Hochhut -que va a ser el sucesor de Müller en el Berliner Ensemble-, o al más trágico, conmovedor, desolado Bernhardt, que yo prefiero a todos. Gente del norte, del idioma alemán y de esa cultura, tan sacudida: tan inquietante, tan amenazada desde dentro de su historia. Strauss es, además, sarcástico, y en su desolación hay un humor ácido: quizá no tanto como el que el público del estreno mostraba con un exceso de carcajadas. Para mí esto es un exceso de trabajo: además de entender la obra, hay que entender por qué se ríe el público cuando no debe: pienso que era una manera de mostrar, cada uno en su soledad colectiva, que, estaban entendiendo las frases y las situaciones. Fuera de Alemania este autor ha sufrido de mucha incomprensión. Aquí parece que se le quiere.La primera parte de la obra compuesta es la habitación, desde la que se ve el mundo de fuera, y sus personajes, que van llegando al interior: a veces parecen uno solo, a veces son opuestos, contradictorios, a veces afines hasta el sexo práctico. Nadie me va a privar de decir que esa habitación es la conciencia, y que todos esos personajes dialogan con los brotes de un pensamiento individual; sus historias son toda una historia. La segunda parte son breves monólogos o diálogos, siempre dentro de la gran habitación destartalada y sombría: encuentros y desencuentros, juegos insólitos, amores raros, o solamente su busca.
El tiempo y la habitación
De Botho Strauss. Traducción: Jaime Siles; dramaturgia de Ignacio García May. Intérpretes: Francisco Olmo, Ángela Castilla, Jesús Castejón, Anna Lizarán, Chema de Miguel, Chete Lera, Bosco Solana, Pedro María Sánchez, Lola Dueñas. Iluminación: Dominique Borrini. Escenografía y vestuario: Hildegard Bechtler. Teatro María Guerrero, del Centro Dramático Nacional, 18 de enero de 1996.
Pasión de robot
La aparente frialdad -cuando hay pasión, parece mecanizarse: pasión de robot- apenas encubre una desesperación profunda y grave. Como es, siempre, la risa de uno mismo. La frase es exacta, directa, dura, breve (salvo cuando hace algún monólogo descompuesto).
No sé qué se debe en toda esta creación teatral de primer orden a otras personas que intervienen en la creación del autor: a Ignacio García May, que aparece como creador de una dramaturgia del dramaturgo, o al director Lluís Homar. No creo que el traductor, Jaime Siles, haya hecho más que algo muy importante y muy olvidado: dar un castellano directo y con su propia belleza funcional, de teatro, al texto alemán.
Los actores a veces repiten papeles: así se añade unidad a este texto, que la tiene a veces inmaterial. Todos están bien, todos están, sobre todo, justos: es decir, dentro de las frases, de las actitudes precisas. Disciplinados: un poco fuera de la condición de personas para ser pensamientos, pero dejando ver la exasperante humanidad en la que están envueltos. El público se lo agradeció vivamente, como a todos los que han intervenido en la creación.
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