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EN LA MUERTE DEL DIRECTOR DEL BERLINER ENSEMBLE

Heiner Müller, nihilista y enigmático

¡Pobre Heiner Müller! Ha llevado una vida difícil, ha muerto (el pasado sábado en Berlín, a los 66 años, víctima de, un cáncer) sin saber claramente dónde estaba ni que era ya Alemania -su protagonista, su durísima madre-, eclipsado en la prensa mundial -aquí mismo- por las vacaciones y los cierres apresurados, del fin de año. Y porque era un incomprendido. Quizá él mismo no se comprendió nunca bien: como todo el mundo, escribía para hacerlo.He aquí una ficha de su vida: n. 1929 en Eppendorf, Alemania: su padre, enviado por los nazis a un campo de concentración por dos años cuando él tenía cuatro; vuelto a detener en 1944 y destinado a un batallón de castigo en la ocupación de Francia; él, alistado involuntario y detenido por los occidentales, emigró con toda su familia a la zona soviética, que fue Alemania del Este. En 1951 su familia huyó a Occidente: se había decepcionado pronto. Pero él se quedó: aún era comunista, y de, los del realismo socialista que rápidamente se le iría de las manos: tenía una novia, con la que se casó, pero que se suicidó diez años después (Inge Meyer). En ese tiempo fue autor de obras proletarias (Tractor, Cemento: qué más decir que esos títulos); reestructurador de obras griegas, y de Shakespeare, que podían leerse según la historia de Alemania, los avatares del comunismo, las dudas del hombre contemporáneo y su propia experiencia.

Como consecuencia, sus camaradas de la República Democrática decidieron que era un pesimista histórico: y le censuraron. Y, lógicamente, en represalia, comenzó a ser estimado en la República Federal, hasta que en 1976 fue más o menos reivindicado, y todos los alemanes empezaron a hablar de él como uno de los mejores autores del mundo, quizá el mejor. En lo que realmente se llama el mundo, en otras culturas y otros idiomas, se le entendía mal. Y cuando cayó el muro, este brechtiano estaba en mejores condiciones que nadie para ser director del Berliner Ensemble y quizá para empezar a escribir su mejor teatro: La ruta de los carros, por ejemplo (Die Wolokolamsker Chausee I-V), que algunos consideran una autopsia del "comunismo real". No ha podido profundizar.

En España es poco conocido. Quizá ha tenido aquí la mejor representación mundial, la de Robert Wilson y su compañía, otro gran admirado e incomprendido creador del mundo contemporáneo. Dio aquí Hamletmachine en el festival de otoño de 1977: una lentísima visión de la acción leve desde cinco puntos de vista, con una coreografía precisa y bella, pero insoportable. La misma obra la había dado Espacio Cero en la Sala San Pol, sin ningún parecido a la de Robert Wilson. En realidad, es un texto de diez folios dejado a la libertad del autor, pero del que se desprende siempre una desesperación y un nihilismo unidos a un amor por sí mismo: hay posibilidad de advertir que el título Hamlet Machine tiene las mismas iniciales que Heiner Müller (un Hamlet mismo entre dos alemanias, dos mundos, dos maneras de no entender nada) y, por si acaso, el escenario estaba dominado por una enorme fotografía: la del autor.

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