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Un frío enorme en Nueva York

Juan Cruz

Babel verdadera. Territorio donde cabe todo el mundo, si ha sido capaz de entrar: el país más informatizado de la tierra sigue formando colas para que entren, ya contritos, los emigrantes. ¿Y por qué ha ido usted a Marruecos? ¿Y por qué no me pregunta qué hice en Francia? Es que en Marruecos hay apología del terrorismo. Y también en mi país... Son los policías antiguos, los que hicieron la guerra fría y ahora hielan con sus preguntas de antes a los que llegan por vez primera a la urbe de la esperanza. Tienen los formularios en castellano, pero aquel hombre de Luarca ha de rellenar en inglés su país y su sexo, el suyo y el de su mujer. País maravilloso Nueva York, que se abre enseguida con la indiferencia que marcan en sus rostros los mitos urbanos. Lugar donde se disfrutan y se sufren al tiempo las miserias del paraíso. Las viejas buscan calor en los desahogos del metro. Materia nevada de los sueños, Roma del nuevo imperio, territorio que suena a todas horas como si el fin del mundo fuera de espejos y acabara de ser pospuesto ante la presencia poderosa, y onírica, de una ciudad que parece hecha de pronto. Suena el fin de año y no es el suyo el sonido melancólico de las ciudades europeas, sino que parece que Dios va haciendo footing por las últimas horas de una temporada que, quizá, él mismo hizo horrible. La nieve es cenicienta y ya resulta tan habitual en las esquinas que ni los niños juegan con ella. Todo está empaquetado, desde las cunas alquiladas a los cinturones de las parturientas, y todo se alquila y se vende. Saben venderlo todo, de modo que los espectáculos, incluido éste de vivir, es aquí el mayor, el único espectáculo del mundo, el más premiado, el más elogiado por la crítica, el más visto, de forma que si uno quiere estar al día y tener esa memoria inútil de los éxitos debería estar viendo películas, musicales, obras de teatro desde que nace hasta que muere sin dormir en medio. Unos policías tratan de reanimar a un borracho que ha perdido hasta su nombre y el Times de Nueva York rellena los espacios vacíos de sus páginas con un aviso de los de antes: "¡Recuerde a los más necesitados!". Los que no necesitan otra cosa que seguir se reúnen esta tarde a apurar los últimos vasos de vino de su juventud en la Goulue, un bistró verdaderamente francés, cuyo dueño trajo las maderas, las sillas, los ceniceros, y hasta el aire, de un bar que hubo igual una vez en París. Y luego se van a cenar solos, tiritando del frío antiguo que guardan las ciudades grandes, a uno de los miles de restaurantes más viejos de Nueva York. Los periódicos recuerdan la tormenta de piedras que ha caído sobre la película de Oliver Stone sobre la vida y la obra de Richard Nixon: ¿es ficción, es verdad? A los escritores, dicen los que hicieron el guión, se les paga para variar la realidad y hacerla más apetitosa, como quería Shakesveare, pero nadie entiende, en este país del récord, que Stone haya inventado conversaciones improbables entre el presidente del Watergate y su silente esposa, Pat. Se tiran los trastos, se incomunican y se emborrachan, y llenan así de tierra la imagen perfecta, nevada, que el propio Nixon se dedicó a fabricar después de la desgracia. Timidamente, Los del Río -"unos catetos del Betis que hemos triunfado en América"- se colocan en las páginas de los diarios con la locura Macarena", que ya figura como la probable danza de fin de año en todas las esquinas latinas de este territorio de nadie en el que vive todo el mundo. De manera increíble -por lo que veremos-, Apolo XIII, la última odisea del espacio, se coloca entre las más vistas del imperio. Debe ser porque permite un descubrimiento largamente esperado: el estólido Toni Hanks no hizo una creación de Forrest Gump: es que él es Forrest Gump. Lá única escena con calor de la película que ahora bate récords y que describe un imposible alunizaje y su posterior amerizaje triunfal en algún lugar de la tierra es cuando Gump, como debe, llamarse desde ahora a Tom Hanks, frota rabiosamente el cuerpo de uno de sus compañeros astronautas para que no se hiele de frío. Hay, incluso, una frustración sentimental cuando la protagonista -también estólida, como si anunciara un cuadro quieto- pierde en la ducha el anillo de boda mientras su marido, Gump, naturalmente, lucha por quitarse la bolsa de orines que usa en el espacio. Será un éxito porque ya lo es en Nueva York. Han descubierto, en medio del frío, la tragedia de Bosnia: sólo les importa su propia historia, y ahora están ahí, con sus soldados equivocándose, para rechifla secreta de sus propios paisanos, sobre la estatura de, los ríos. David Rieff, un periodista y escritor neoyorquino que es desde la primera hora testigo de esa guerra civil, dice que los americanos siempre necesitan un drama al que asistir por televisión y, acabado el juicio contra el futbolista O.J. Simpson, es natural que se sienten a mirar, el drama, tan aparente, de sus soldados en Bosnia. Y los soldados contribuyen: en los Buenos días, América aparecen jóvenes uniformados que saludan desde Sarajevo con la cara dentífrica de tantos concursos mañaneros de la América cursi. Hay un médico en Madrid, el doctor Uriarte, que recorre el mundo descubriendo los lugares más maravillosos: hace un agujero en la tierra y guarda en él unas monedas para que sus nietos las descubran años después siguiendo los mapas que él mismo dibuja. No se sabe dónde habrá guardado su secreto en Nueva York, pero probablemente lo habrá puesto en el aire. O en la nieve que se va desgastando poco a poco como si fuera la metáfora de un país que con su vaho le dice adiós ahora a la etapa más fría de la vida. Nueva York para decir adiós, y también para quedarse siempre.

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