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La memoria apilada

Juan Cruz

Decía Peter Handke que no somos otra cosa que preguntas. Iñaki Gabilondo pensaba el otro día, en voz alta, como suele hacer la gente de la radio, en el acontecimiento cultural que más le había impresionado, en los últimos años, y concluyó que había sido el discurso de ingreso del escultor Eduardo Chillida en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Acosado por tanta certidumbre como parece vivirse en el mundo, el artista de Donosti se hizo treinta preguntas, contundentes y vivas, repletas de la duda que provoca la propia existencia.Somos preguntas y miradas, y soledad en medio. Rodeados de gente, sin embargo, perdemos a veces los contornos de esa soledad exacta que reflejan la mirada de los otros: de dónde vendrá toda esa gente solitaria, se decía en una de las canciones memorables de los Beatles. Hay gente silenciosa, y profunda, candorosa en el sentido que antes tenía esa palabra, que va por el mundo percibiendo esas miradas que la realidad -la realidad verdadera, no la que hace ruido- desprende.

Son los fotógrafos, esos seres extraños que viven apilando memoria, y toman así nota gráfica de lo que sucede y luego lo devuelven a la nostalgia y no al olvido. Gervasio Sánchez o Javier Bauluz en el sufrimiento de Bosnia, Sebastiao Salgado en el tajo de los distintos trabajos terribles que tiene el hombre para sobrevivir, Alberto Schommer cerca de la realidad de los rostros, y tantos otros. Son gente admirable que escucha en silencio lo que pasa y toman nota como si ellos no existieran.

La mirada del fotógrafo es implacable, como si el cielo registrara a diario todo lo que ocurre. Estos días en Madrid dos fotógrafos, Carlos Díez de Polanco y Roberto Cerecedo, andan mostrando el resultado de esa profunda ingenuidad que tiene la mirada de la cámara para captar para siempre la memoria. Carlos, un hombre tímido y de veras silencioso, se ha pateado los mercados de América Latina y ha expuesto en la Casa de América las consecuencias de ese viaje. Rosa Regás, otra viajera que ahora ha resumido en su luminoso libro Viaje a la luz del Cham (Destino) la capacidad de ternura que tiene su propia mirada, dice que un personaje capaz de mirar así la "América apilada" es un artista muy especial, "porque la suya no es una mirada rebuscada, sino diáfana, plácida, que deja que hable lo que tiene delante". Ella, como directora del Ateneo Americano de la Casa de América, viaja constantemente a aquel continente y ese conocimiento es el que le llevó a organizar esta muestra: América, entre nosotros, es tantas veces un sueño, deformado o no, que verla así, como si uno la estuviera mirando entre los dedos, es un gozo que agradecen la mirada y la memoria.

Y por este mismo tiempo muestra su memoria del teatro Roberto Cerecedo, de la estirpe mejor del último periodismo español. También en el silencio de las bambalinas que impone su oficio, el hermano menor de un periodista legendario -habla como Cuco, de modo que impresiona sentir tan cerca a aquel compañero inolvidable cada vez que él emite un sonido- ha asistido a los preparativos y a las representaciones de casi todos los montajes teatrales que ha habido en nuestros escenarios en los últimos años, y el resultado es una nueva representación, otra obra de teatro en la que aparecen todas las incertidumbres, el nervio, el esplendor y la duda de un arte que siempre se pensó en crisis y que hoy es, todavía, la mejor manera de hacer espejo de la realidad. Es la memoria apilada del teatro la que Roberto Cerecedo expone en el Museo Español de Arte Contemporáneo (el MEAC, ¿se acuerdan?).

La fotografía es la que descubre el imperio de los años. El otro día a Manuel Vázquez Montalbán le montaron una exposición fugaz con las fotos de su vida, desde que era un periodista en paro esperando un encargo mientras engañaba el hambre en Sitges, hasta los tiempos ya más gastronómicos de la vida actual.

Como le han dado el Premio Nacional de Literatura (él dice que si le hubieran dado también el Cervantes hubiera ingresado de inmediato en un geriátrico), la gente le recuerda la vida, y lo cierto es que es una espléndida ocasión para advertir que el autor del Manifiesto subnormal siempre ha sido igual a sí mismo; en realidad ya era igual a sí mismo cuando hizo la Primera Comunión, y entonces se parecía, cejijunto e ingenuo, a su hijo Daniel, ocultando tras el flequillo, fugaz como la vida misma, esa timidez que la gente tantas veces confunde con el desdén. Los que le vieron en el curso de esa reunión en la que le mostraron las fotos, mientras Cecilia Rossetto le cantaba tangos de Buenos Aires, es que su rostro es todavía el de aquel muchacho que fue creciendo y recordando como si tuviera una grabadora o una máquina de fotos en la memoria, así que mientras esos tangos sonaban ("Vos que no tenés oído ni para el arroz con leche") su rostro era como uno se lo imaginaba escribiendo, feliz y entero, como los niños.

Maneras de mirar, maneras de seguir mirando para tener preguntas contra el tiempo y contra los temporales.

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