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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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El regreso del tiempo

Juan Cruz

Esta semana ha muerto un poeta, Ángel Crespo. Como Basilio Losada y corno Eduardo Naval, entre otros esforzados españoles, Crespo quiso devolverle a la cultura portuguesa el prestigio hondo que se merece. Ninguno ha conseguido del todo su propósito y por supuesto ya Crespo no verá más el fruto de su esfuerzo. Ha regresado al tiempo. Y tampoco ha visto cómo le querían los que ahora le despiden desde las secciones necrológicas que habitan en todas las secciones culturales del mundo.Dicen que uno, de los problemas de morirse es no asistir a esos elogios posteriores, pero ese final del tiempo tiene, entre otros defectos fatales, ese que seguro que a muchos creadores -a mucha gente- molestaría tan agudamente como la propia muerte. Pero Crespo no estaba en esa categoría avizora del que siempre espera el halago, para seguir andando. Más bien era un hombre indiferente a ese contexto de premios y castigos en que alguna vez llega a convertirse para todo el mundo la vida que vivimos.

Crespo tenía una pipa muy bella, curvada, y unos ojos acuosos hermosísimos, y también tristes, como los de tantos poetas que hemos visto, como los de Neruda, por decir uno; el otro día, este cronista estuvo viendo las fotos de Borges en la biografía que ha publicado. Marcos-Ricardo Barnatán en Temas de Hoy, y nos fijamos en sus ojos: de joven, cuando aún veía, eran ojos asombrados e inquietos, como si a lo lejos vieran un enemigo, mientras ya de viejo, cuando nosotros mismos pudimos conocerle, sus ojos eran los de un anciano tranquilo que parecía mirar hacia adentro, una de las formas que tiene el tiempo de regresar con su indiferencia. Los ojos de Crespo eran inquietos, pero también sabios, un poco pícaros, buscando siempre alrededor la presencia de la multitud de sus amigos.

¿Por qué esta gente se enamoró de Portugal? A nadie debe extrañarle, claro, porque Porugal, su cultura, su gente, su paisaje, el viaje al que nos invita, es un país maravilloso, pero algo hay en ese empeciamiento de gente como Losada, Crespo o Naval para seguir insistiendo, porque el éxito que han tenido entre nosotros es bastante escaso si se tiene en cuenta la magnitud de la cultura a la que están tratando de atraernos. Pero esa indiferencia española hacia el país vecino es ya una enfermedad crónica y también un error moral, una manera de manifestar España hasta qué punto le trae sin cuidado lo que es la raíz de su propia vida. La nuestra es una cultura insular, cada día más efímera e insularizada, una cultura que no tiene en cuenta ni el patrimonio ni su hondura, y que en ese viaje hacia la nimiedad que ahora nos ha hecho sentirnos el ombligo del mundo tiene en su relación con la cultura extranjera su problema mayor. La agente literaria Carmen Balcells les regala a sus visitantes un jabón venezolano que llaman Cariaquito morao, que debe ponerse en el ombligo para evitar malos augurios. Pues al ombligo español también hay que ponerle Cariquito morao.

Una vez, Basilio Losada, que ahora acaba de recuperarse de una grave operación en la vista, viajaba en un avión a Barcelona, desde Galicia, su tierra; no sé qué incidente se produjo en el aparato que el poeta y traductor fue abocado a tomar los mandos del avión, y lo hizo con la suavidad con que trata los versos ajenos, y hasta tal punto se sintió seguro que terminó dando a los pasajeros una vuelta turística ,por Barcelona.Probablemente es una de esas historias apócrifas como las que cuenta de otros su paisano Carlos Casares, el mejor narrador coral de España después de la muerte de Cunqueiro. Eduardo Naval es protagonista de anécdotas mucho menos estrafalarias, porque en el fondo de su alma es aún un poeta tímido e ingenuo al que probablemente tener un avión en las manos se le antojaría tan peligroso como abrazar el universo. Pero igualmente tiene, como Crespo, como Losada, esos ojos asombrados de los poetas que regresan del tiempo y luego ven, sobre la tierra, esta especie de mezquindad reiterativa que renuncia a creer del todo en lo que ellos aman tan profundamente. Son gente maravillosa, estrafalaria empeñada en decir fuera de la raya que nos separa que Portugal no está a la espalda, sino delante.

Son como los existencialistas que veía en Lisboa la reina de los ingleses: se empeñan en existir en medio de la indiferencia general. Un día llegó Isabel II a la capital portuguesa y se extrañó de ver tantas chabolas en el entorno de la ciudad; el edecán que le acompañaba le explicaba:

-Majestad, son existencialistas.

Harta su majestad de recibir igual respuesta todo el rato, preguntó finalmente:

-¿Y por qué son existencialistas?

-Porque se empeñan en existir.

Ya Ángel Crespo no podrá circular por España con la literatura portuguesa bajo el brazo, empeñado en que exista entre nosotros, pero aquí quedará su ejemplo tranquilo, su testimonio de poeta necesario, y también esa tristeza última que parecía dejarle adivinar cómo se regresa definitivamente del tiempo.

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