_
_
_
_
EL ATENTADO DE VALLECAS

Vallecas se sacude la pesadilla del atentado

Antonio Jiménez Barca

En el barrio obrero de Vallecas se hablaba ayer sobre todo de una cosa: de política; parecía que las tertulias de la radio tuvieran nuevos participantes: los cientos de vecinos que permanecieron toda la mañana adheridos al cordón policial, al lado de la calle de Peña Prieta. Muy cerca del manchón negro que indicaba el lugar exacto desde el que la furgoneta de la Armada voló el lunes llevándose las vidas de seis trabajadores. Después de que alguien de ETA apretara un botón

Más información
PP se vuelca en el funeral por la matanza de Vallecas
Príncipe condena el atentado
El coche usado para el atentado es la única pista que la policía tiene para localizar al 'comando Madrid'
"Sarcástico" cartel de KAS
El barrio estallará hoy en silencio
Protesta en silencio en las Cámaras y el Ayuntamiento

Un hombre mayor, vecino de toda la vida del barrio, echó mano a un cigarro y soltó como pudo a un amigo: "Siempre pagamos los mismos, los primos; la pena de muerte, joder, que lo haga el Gobierno. Pero el Gobierno no; nosotros, con un referendum ¿Qué pasa con la democracia". El amigo, casi en voz baja, le respondió, mirando el pegote negro: "Con la democracia pasa que las cosas son legales no se puede volver a la ley del Talión, ni al ordeno y mando".Dentro del cordón policial, una señora de unos sesenta años permanecía paralizada. Sola, indecisa, como drogada, miraba un balcón hecho puré, en el número 18 de la calle de Peña Prieta. Aún había allí un tenderete con ropa secándose que ha salido en una esquina en todas las primeras páginas de los periódicos. La señora, Ángeles Rodríguez, de 64 años, contaba a quien se lo pedía la parte que le corresponde en esta tragedia: "Mi casa es ésa, la del balcón; estábamos con la mesa puesta cuando empezaron a volar cristales", relata la señora. "Salí con mi nieta en brazos y vi todos ' los muertos, los cuerpos desperdiciados", continúa Angeles.Las personas que contemplaban la esquina actualmente más famosa de España guardaban casi un silencio orquestado. No hubo gritos, ni insultos en voz alta. Tan sólo maldiciones masticadas en sordina por quienes veían con algo de asombro que también su viejo barrio era zona peligrosa. Y se volvía a la política: "Es que ya no es a Juan ni Pedro, es a todos nosotros", apuntaba un viejo. El alcalde de Madrid había pedido cinco minutos de silencio a las 11 de la mañana. En la calle de Peña Prieta nadie se acordó de la convocatoria. Pero tampoco hizo falta. Vallecas entera guardó una mañana entera de silencio entre casas con pintadas comunistas y antimili en las paredes. Dentro de una vivienda, una señora mayor con los huecos de las ventanas tapados con plásticos abría la puerta a obreros y periodistas sin decir una sola palabra. En un pequeño jardín cercano al lugar de la explosión, dentro del cordón policial, alguien dejó un ramo de claveles rojos. Un niño se coló por debajo de la cinta y comenzó a juguetear con las flores. Su abuelo, sobresaltado, le pegó un capón: "Qué coña de niño y qué desgracia de todo". A dos pasos, otro niño, de unos ocho años, contaba a una señora cómo él lo había visto todo, cómo la onda expansiva le había arrojado al suelo, cómo todo era terrible. Sin encontrar mejor comparación añadió: "Parecía una película de Schwarzenegger".

Pero la vida empuja; hubo que sacudirse la pesadilla y volver a ser los de siempre. Así que los comerciantes, que hasta el momento miraban también un poco alelados el estropicio de calle que tenían enfrente, se reunieron para ver qué pasaba con sus cristales hechos migas. La concejala del distrito, Eva Durán, del PP, que visitó la zona, se encargó de informarles de los líos burocráticos. "Una denuncia en la comisaría y una copia en la Delegación de Gobierno; eso es lo que hay que hacer", decía la concejala. En una zapatería, ajeno al traqueteo de camiones cargados de cascotes y a las idas y venidas de técnicos con teléfono móvil en la oreja, el dueño comenzaba a ordenar el género en su sitio de siempre.

En esto se acabó la mañana. Una cincuentena de jóvenes salidos de un instituto cercano pasaron en bloque, casi en formación, por el lugar del suceso. Parecían un ejército, todos con mochilas a la espalda. Gritaron sólo un par de veces: "ETA asesina".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_