Una infancia de papel
Presentada con inteligencia y cariño por Gustavo Martín Garzo, apareció la otra noche en Madrid la novelista Ana María Matute. Y llegó, amén de escarmentada, apasionada y divertida, para dar una conferencia sobre sus libros de cabecera, los decisivos, sus preferidos, los de su vida o algo así. Y a eso acudió la Biblioteca Nacional, mas al instante cayó en la cuenta, arrastrándonos a ese páramo donde vemos la terrible quietud del viento, que lo del preferir es privilegio único de la infancia. Traía muchas hojas de papel. No las leyó: las utilizaba al buen tuntún, como para perderse más; las levantaba de la mesa, de la vista, y obtenía ventisca ante el micrófono o nieve, alcanzaba el sonido de lo otro, de eso que, sin saber por qué, puede dejamos mudos. La voz titubeaba, bajaba más que subía, se enredaba, desaparecía en lo oscuro para regresar con algún por menor luminoso: un cristal, una estufa. Los papeles, en cambio, asumían lo esquivo del discurso. Las manos volanderas de la escritora los aireaban a su sabio antojo. Hasta hacer palpable que los papeles no sólo son soporte de lo escrito, sino que también hablan por sí solos.Entre el ulular de los papeles, Ana María Matute habló, para empezar, del odio a la lectura, motivado por el primer libro del que se acuerda: La buena Juanita. Y, vengativa, sonrisueña y en forma, aún habla hoy con asco contagioso de aquel personajillo ejemplar, de aquella criatura repugnante. Las reservas de amor vienen con Andersen, con, aquellos cuentos que hacían de la perplejidad un paraíso. Y con Alicia en el país de las maravillas, leído entre bombardeo y bombardeo durante la guerra civil. Así perdió su infancia Ana María Matute. Y, cuando el viento vuelve a quedarse quieto, desliza esta confesión: "Tuve una infancia de papel".
La lectora, la agitadora del papel impreso, pasa a ser la otra, la escritora, a los 13 años de edad, al tiempo que devora, representa y se adueña de la gran novela de Emily Brontë, Cumbres borrascosas. Gracias a ese libro, Ana María Matute comprende que todo lo escribible se compone de pasión, sombra y viento. Para lograrlo, ahí está la magia de la escritura, que a veces también consiste en garabatear con el dedo índice sobre el polvo o las aguas, en apagar una cerilla para atraer al relámpago o en agitar unos papeles para que suene la verdad de lo impronunciable.
Ana María Matute hablaba y agitaba papeles para decir hasta qué punto todavía seguía siendo fiel a aquel odio y a aquel amor primeros, a aquellos arrebatos y a aquellas preferencias. Mientras tanto, en la calle, la realidad iba a lo suyo. Otras Palabras mustias se ocupaban de dibujar a De la Rosa engañando a los KIO por soberanas razones. Y de imaginar a Aznar relamiéndose, una vez subido al tejado, con el pastel del gasto público. Y de poner a remojar las barbas de Javier Solana para arder de amor por la OTAN. Y de arropar a Rosa Aguilar, predispuesta a ofrecerle al desencanto un crucero de lujo, con actuación nocturna de Anguita disfrazado de Raphael. ("¡Provocación!' En tus ojos hay clara provocación./ En tu inquieta mirada hay provocación./ Y en tus suaves palabras, ¡provocación!"). Y de situar a Publio Cordón donde sólo Lobatón sabe. Y de dejar manco al falso ginecólogo, que atendió a 8.100 mujeres verdaderas. Y de exiliar, en fin, a Ramón Mendoza.
Sobre la realidad de esas palabras, Ortega y Unamuno trazaron la idealidad de otra patria. Para el primero, lo ejemplar se escondía bajo las alas de una lechuza; para Unamuno, bajo las de un águila. Desde entonces, curas, banqueros, tertulianos, políticos, punkis, jueces, policías y pueblo, a la altura de Cangas de Morrazo, andan dándole vueltas a si la bestia tiene pinta de Alex de la Iglesia o de Morena Clara. Oyendo la otra noche a Ana María Matute, yo tuve la sospecha de que ella ha visto en esto, desde la dura infancia de papel, "las pupilas amarillas y redondas de una vieja cabra, dilatadas en una fría desesperación".
Babelia
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