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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La polémica del cable

PRISA, SOCIEDAD holding propietaria al 100% de la empresa editora de EL PAíS, firmó en julio de este año, a través de su participada Canal +, un acuerdo con la Compañía Telefónica a fin de operar conjuntamente en el cable. Este contrato ha generado una oleada de reacciones y un debate de proporciones considerables entre representantes del sector y la vida política. Independientemente de sus vinculaciones societarias, EL PAÍS estima que las cuestiones planteadas encierran una gran trascendencia, y merecen una discusión abierta en función de los intereses generales de los ciudadanos.La polémica desatada en torno a la ley del cable, y los concursos convocados al respecto por varios Ayuntamientos del PP, es un buen ejemplo de cómo el clientelismo político y la ignorancia pueden aliarse contra los intereses generales de la ciudadanía. Ésta asiste, así, a una batalla campal entre los diversos partidos sin entender muy bien de qué se trata, pero asumiendo dos mensajes radicalmente falsos en su planteamiento: el primero, que el debate gira, primordial o exclusivamente, en torno al futuro, de la televisión por cable. El segundo, que se trata de proteger los intereses de los inversores pequeños frente a los de las grandes corporaciones.

Los proyectos para dotar a nuestro país de una o varias redes de comunicaciones en banda ancha, capaces de transportar un gran número de señales y de servir como soporte a las comunicaciones avanzadas y a los servicios telemáticos y audiovisuales del futuro, responden a la necesidad de modernizar nuestras infraestructuras en las telecomunicaciones si queremos contar con un instrumento vital en los planes de desarrollo. A ello hay que añadir la decisión de liberalizar el mercado de la telefonía básica a partir de 1998, en regla con lo recomendado por la Comisión de Bruselas.

La implantación de dichas redes digitales -construidas en alto porcentaje con fibra óptica y que necesitan además apoyarse en los satélites de comunicaciones- supone unas inversiones costosísimas, rentables sólo a muy largo plazo. Los ingresos posibles provenientes de las televisiones de pago que operen a través de estas redes no bastarán, en ningún caso, para amortizarlas. El teléfono, el fax, la transmisión de datos, los servicios interactivos de valor añadido, permitirán, en cambio, un volumen de facturación suficiente que justifique la rentabilidad de los proyectos, aunque siempre a largo plazo.

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La pérdida del monopolio por parte de Telefónica, a partir de la fecha citada, permite suponer que una parte de su actual negocio -algunos creen que hasta un 20%- podrá migrar a medio plazo a operadores alternativos. La desregulación de las comunicaciones en los países occidentales. y los enormes recursos financieros que generan las compañías telefónicas de todo el mundo permiten a éstas la búsqueda de mercados adicionales. España es, además, una puerta posible para el ingreso de las operadoras norteamericanas en la Unión Europea.

Falta de sentido común

Una cuestión de esta naturaleza debería haber merecido un tratamiento mejor por parte de los partidos políticos y los medios de comunicación. El Gobierno socialista ha tardado varios años en ponerse de acuerdo con algunos partidos de la oposición sobre cuestiones mínimamente necesarias a la hora de ordenar el mercado de las telecomunicaciones. La fronda de leyes diferentes emanadas a este respecto por los diversos Gabinetes de González pone de relieve una falta de sentido común y de información muy preocupante, sólo comparable a la ignorancia enarbolada a última hora por diputados de otros partidos y por los alcaldes del PP.Cuando se habla de liberalizar el mercado, en realidad lo que se pretende, en todos los países donde reinaba el monopolio, es dar entrada a otro u otros grandes operadores que permitan, mediante la competencia, mejorar la política de precios y las prestaciones y servicios al consumidor. En una palabra, una mayor eficiencia y un menor abuso a los clientes. Pero es necesario conjugar esa política con la garantía de universalización del servicio para todos los ciudadanos, cualquiera que sea su condición social o su ubicación geográfica.

Los nuevos operadores que acudan a un mercado como el español tratarán de concentrar su negocio allí donde el tráfico de la red es más rentable: en las zonas industriales y de servicios en las que se hallen asentadas las grandes compañías e instituciones financieras, que son las que proveen de un mayor flujo a la red. La intervención del Estado debe servir para garantizar que las áreas más depauperadas del país -o de cada ciudad- no son desatendidas y que un tipo de servicio universal mínimo es garantizado a todos los contribuyentes. Por eso la limitación que la ley en curso -pendiente de aprobación por el Senado- establece en el sentido de que los operadores de cable sólo puedan acceder a un millón y medio de usuarios atenta contra los intereses de los sectores más débiles y empobrecidos de la población.

Harán bien los grupos parlamentarios en eliminar una cautela semejante, que tampoco será útil en el caso de la televisión por cable, pues igualmente eliminará del disfrute de servicios cinematográficos o deportivos a un gran número de ciudadanos, encareciendo, por lo demás, el precio a aquellos que estén abonados. La limitación citada resulta discriminatoria, pero es apoyada, paradójicamente, por los partidos de izquierda en nombre de la lucha contra la concentración de medios de comunicación. Sin embargo, lejos de evitarla, contribuirá a aumentar esa concentración y a que se manifieste no sólo en la propiedad de los medios, sino también en la composición de los grupos de usuarios. En realidad, estas disfunciones se producen en gran parte debido a la precipitación con que la ley se ha consensuado. Que una norma legal de esas características se tramite por procedimiento de urgencia parece del todo improcedente.

La desorientación que la ley sugiere no es nada, sin embargo, si la comparamos con la rebelión que los Ayuntamientos del PP se han decidido a protagonizar. En primer lugar, llama la atención que un partido que no cesa de repetir que su mejor y mayor programa es el cumplimiento de la ley se ponga a vulnerar ésta de tantas y tan obvias maneras. Los Ayuntamientos no tienen atribuciones ni sobre las comunicaciones ni sobre la televisión, los concursos que convocan son ilegales, y no resistirán el menor empellón jurídico de cuantos se sientan perjudicados por ellos.

En segundo lugar, es lamentable que un partido que se apresta a gobernar el país se atreva a producir una confusión tan grave en un terreno de crucial importancia como el de las telecomunicaciones. El futuro de nuestras empresas, de nuestra economía, de nuestra salud y de nuestra educación depende en gran medida de cómo se desarrollen los planes para dotar a España de infraestructuras de banda ancha para las comunicaciones. Quién, cuándo, cómo y para que se debe cablear son cuestiones delicadas y sustanciales que merecen un debate serio, y no tanto ruido y confusión.

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