El mensaje de la transición
A muchos les habrá podido parecer una sorpresa la eclosión de reportajes periodísticos y televisivos acerca de nuestro pasado inmediato. Algún otro, para diagnosticarlo, intentará encontrar la explicación tan sólo en la comparación con la política del momento presente. Es muy posible que quienes son, de natural, pendencieros quieran entrar en la disputa inagotable sobre la atribución de méritos y responsabilidades individuales en el periodo. Todo tiene, sin embargo, una explicación al mismo tiempo más sencilla y de mayor entidad. Cualquier país necesita identificarse con una parte de su pasado para crear una conciencia de identidad común por encima de cualquier discrepancia. La revolución de 1789 podrá ser objeto de infinitas interpretaciones, pero une a los franceses como una piña. La Historia sigue dividiendo a los españoles no sólo sobre la interpretación de todo el XIX y XX, sino también acerca de la época de Franco. La transición es, por tanto, el único momento de nuestro pasado acerca del que existe una coincidencia generalizada. Tiene, además, otra característica: sin duda la guerra civil colocó a España más en la primera fila del escenario mundial, pero esta otra etapa demostró, ante otros países, principalmente hispanoamericanos, que era posible esa complicada ingeniería política que nos hizo pasar de la dictadura a la libertad sin graves traumas sociales. La transición, por otro lado, tuvo sus héroes -a no todos los españoles les debemos lo mismo tras aquellos días-, pero todo acaba por explicarse gracias al protagonismo colectivo. No hubo ninguna pizarra y así se apreció sobre el rumbo a seguir gracias a que cuando a un sector o un dirigente se le calentaba el ánimo existía el recuerdo de la Historia que inducía a la rectificación pero, sobre todo, era la propia sensatez social la que indicaba el verdadero norte de los acontecimientos.
Claro está que frente a esta interpretación -la única correcta- se han elevado otras dos que obedecen a voluntarios olvidos, aunque se presentan justificadas en otras razones. Para un sindicato de damnificados en la transición, ésta padecería del síndrome del pecado original: por hacerse como se hizo emasculó desde un principio a la izquierda, conservó poderes y privilegios del pasado y no da motivo alguno para el orgullo, sino que es preciso empezar de nuevo a cumplir un programa que en el inmediato pasado no pudo hacerse. Pero la verdadera razón de esta actitud reside, más que nada, en que quienes la defienden no obtuvieron en su momento el voto popular y eso no fue culpa de los españoles, sino de ellos mismos. Otra actitud crítica es la del recién nacido impertinente que, por una especie de acentuado complejo edípico, pretende estar ya instalado en la democracia y, por tanto, considera que la transición no merece una Historia, sino que consiste en historietas de otra generación. Esta actitud, que pretende aparecer como exigente y taxativa, en realidad lo es mucho menos. Le falta radicalidad en el sentido más etimológico del término; en definitiva, parece incapaz de fundarse en las raíces colectivas propias.
En este momento, la transición no deja de enviar mensajes desde ese pasado, ya alejado del presente una veintena de años, y haríamos bien en escucharlos, aunque parecen demasiado sutiles para ser comprendidos en un panorama de ruido ensordecedor como el que vivimos. Sería grato, por exculpador, pensar que los males del presente tienen su origen en ese pasado o que éste vale para condenar sin más el presente, pero la enseñanza resulta mucho más sofisticada. La transición fue producto de un consenso, pero también de la contención de cada grupo en sus pretensiones y del tono grave con el que fueron escuchados los deseos del pueblo español por su clase política. La transición, que fue el gran cambio porque hizo posibles todos los que vinieron después, fue vivida con generosidad y con alegría colectivas. La transición, en fin, resultó un gran paso adelante, arriesgado pero con final feliz. Todo eso debiera ser recordado ahora mismo, en que el panorama es tan diametralmente distinto, para pensar en el futuro próximo.
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