Bella busca de llanto
No hay en Los puentes de Madison rastro alguno de bocamanga, del engaño (hoy en boga y que idiotiza el cine) visual, ni siquiera hay uso de la legítima (pero superficial) argucia del rizo o secreto argumental. En esta bellísima, conmovedora película, díafana como un libro abierto repleto de evidencias, hay nada más que cine, puro cine: confluencia no desnaturalizada de un lenguaje con un espectáculo y la más rica combinación de verdad y emoción lograda en el arte de este siglo.Es ésta una confluencia que no alcanzan (ni siquiera rozan) los laboratorios de truquería informática y los circos visuales que encanallan las pantallas de este final del siglo del cine, pues éste sólo surge cuando una cámara, una mirada mecánica, se sitúa a la altura de la mirada humana. En este caso, la de dos rostros (el de la aquí genial Meryl Streep y el de Eastwood, que logra dar réplica a esta enorme mujer) con apabullante capacidad de identificación y sin otro maquillaje que el del talento y el del respeto al talento de aquellos a quienes embaucan y arrastran con el su yo. Un trabajo, por tanto, de creación de cine a rostro limpio, armado y acabado con una sinceridad y una valentía insuperables: una de los más bellas buscas de un transcurso emocional de imágenes que ha dado el cine en las últimas décadas.
Los puentes de Madison
Dirección: Clint Eastwood. Guión:Richard LaGravanese, basado en la novela de James Waller Los puentes de Madison County. Fotografía: Jack N. Green. Música: Lennie Niehaus. Montaje: Joel Cox. Estados Unidos, 1995. Intérpretes: Meryl Streep, Clint Eastwood, Annie Corley, Victor Slezak. Estreno en Madrid: cines Tívoli, Acteón, Luna, Vaguada, Palafox, Ideal.
El guionista LaGravanese proporciona a Eastwood una baraja sin marcar, con la que este sorprendente cineasta juega con las cartas boca arriba, al situar el punto de vista del espectador en un ángulo que le permite prever desde el comienzo por donde va a discurrir todo el filme e intuir que la construcción de este está orientada a introducirle en una dura, amarga y comprometida zona de desenlace, donde Eastwood se la juega, pues se sitúa en el borde del sentimentalismo y no sólo no incurre en él, sino que alcanza una de las grandes incursiones del cine en las leyes del corazón: en la sustancia (no sentimental) del sentimiento.
Es la historia de un brote (de eso que los aficionados al estilo rosa llaman amor sin barreras o, al estilo francés, amour fou) de pasión absoluta entre dos adultos: un homre de 60 años y una mujer con 15 menos que él, más las edades de Eastwood o menos. y Streep, capturados, sin cosmética, en la piel desnuda de su oficio de intérpretes superdotados. Vemos nacer y crecer su súbito enamoramiento y la pantalla no nos oculta nunca el tipo de desencuentro donde conduce tan fuerte encuentro. No se cuenta la película al contar su qué, pues en ella, como en todas las verdaderamente superiores, lo que único decide e importa es su cómo,
éste entra en lo inefable, en lo imposible de verbalizar: de ahí su condición de cine puro, pura imagen.
Los puentes de Madison camina vigorosa . y pausadamente, con exquisito tacto en la dosificación de las dilaciones, sobre la cuerda floja, en busca de esa presentida grande, dolorosa y en igual medida gozosa secuencia final. Cuando percibimos en la pantalla que ésta ha llegado, descubrimos que hay en todo el filme un alarde de montaje oculto, pues la sensación es que esa escena comenzó mucho antes de que comencemos a percibirla e incluso ya asomó larvada en el mismísimo arranque del filme. Y esta genial secuencia adquiere entonces, por la presión en la pantalla de la tensión previa acumulada sobre ella, una gran carga de emoción liberadora, hasta el punto de que sitúa al espectador en el borde del llanto.
El poderío y la sagacidad del montaje, hasta entonces escondido, se hace de pronto evidente cuando Eastwood dilata con maestría insuperable el tempo, la cadencia interior del desenlace, mientras- comprime, y por tanto intensifica, su fuerza de contagio. Las escenas que se suceden en esta portentosa secuencia se hacen por ello interminables y, al mismo tiempo, la fatalidad de su final crea la ansiedad de que éste no llegue, de que la película siga. Y la película sigue vertida y ramificada en la memoria del espectador, capturado y agradecido por ver verdadero cine en una pantalla de estos días.
Babelia
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