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El contexto

Antonio Elorza

El asunto GAL cobra cada día más el aire de un culebrón interminable, pero tal es el precio a pagar por la actitud de defensa palmo a palmo adoptada desde medios oficiales. Dada la estrategia gubernamental, cerrando los archivos de Interior y Cesid a la investigación y negando todas y cada una de las imputaciones, justo sobre la base de esa ausencia forzosa de pruebas documentales, los únicos avances sustanciales han podido provenir de los arrepentidos que hacen la conocida apuesta del ladrón, confesando la propia culpa a cambio de trasladar la responsabilidad principal a un escalón superior. Es un recurso bien conocido en la teoría de los juegos, que incluso ha servido para explicar la versión hobbesiana del contrato social. Frente a tales declaraciones inculpatorias, y siempre con el apoyo de la política de cajones cerrados, la respuesta consiste en descalificar la confesión, tanto por los intereses subjetivos que la motivan como por la supuesta pérdida de credibilidad de quien ha hecho público un comportamiento abyecto. Siempre la clave defensiva reside en la inexistencia de pruebas, pues si un documento sale a la luz, como el conejo de la vieja chistera, es al modo del texto del Cesid de tiempos de UCI), para servir de antídoto favorable al Gobierno frente al "acta fundacional" que pusiera sobre el tapete García Damborenea.En la superficie, la estrategia gubernamental descansa sobre un reparto de tareas perfectamente definido. En el vértice, Felipe González debe, aparecer como una figura situada por encima de los acontecimientos, una vez comprobado el escaso éxito de sus alusiones a la conspiración, ahora convertida en chantaje. Proclamará bien alto, en consecuencia, su respeto a la actuación del poder judicial, lo cual no impide que los voceros de su partido, encabezados por el crispado número tres, aprovechen todas las ocasiones disponibles para censurar la más pequeña acción desfavorable de los jueces y especialmente para cubrir de lodo la figura del gran responsable de cuanto ocurre, el juez Garzón: lo malo no fue el GAL, sino la decisión de investigarlo. Semejante actitud, cuando menos sorprendente en un sistema democrático, es acogida con aparente neutralidad por los medios de comunicación propios (estatales) y afines, sobre quienes recae además la labor imprescindible de resaltar ante la opinión pública todo elemento favorable a la presunta inocencia de González, así como de presentar aquellos documentos que van surgiendo del procedimiento judicial de modo que las, acusaciones parezcan inconsistentes y los agentes que las pronuncian poco fiables. En cuanto a los personajes directamente amenazados, como Vera y Barrionuevo, las conferencias de prensa convenientemente difundidas les permiten adoptar ante la opinión el aire de inocentes que por fuerza tienen que convertirse en acusadores frente a la actuación judicial, condenada al silencio y que a pesar de ese silencio, obligado no se libra de verse motejada como fruto espurio de las intenciones de un juez o de unos jueces aspirantes al estrellato o impulsados por el deseo de venganza.

Así se da como resultado la paradoja de que partiendo de una recusación del procedimiento judicial en curso, y en particular de la instrucción desarrollada por Garzón, se va a parar a una judicialización total del caso, tanto para afirmar la inocencia que debe prevalecer hasta la condena para los imputados como para confirmar la plena inocencia de González si no lo es, e incluso para arrogarse en todo momento desde los medios próximos al Gobierno la facultad de juzgar y sentenciar. "Barrionuevo es inocente", proclama cualquier dirigente regional socialista, como si personalmente él estuviera al corriente de todo cuanto sucedió. "Los diputados socialistas valorarán la petición -es decir, se convertirán en. órgano judicial- si se produce el suplicatorio", apunta otro. En el fondo, se trata de ir asentando la idea de que en el Supremo o en la Cámara el procedimiento se detendrá para los aforados y éstos podrán proclamarse entonces no sólo inocentes, sino víctimas de una persecución. Es el "principio de la igualdad ante la ley", tal y como lo entiende Felipe González, proclamado por él mismo al concluir la entrevista con el Rey en Mallorca. Igualdad entre los iguales.

Por eso conviene recordar que al lado de las responsabilidades de que viene hablándose para el caso GAL, la penal y política, y Una vez obstruido implacablemente por el Gobierno el acceso a la segunda, cabe hablar de un tercer tipo de responsabilidad, que podría calificarse de responsabilidad histórica. El recurso a ella resulta inevitable, dadas la intensidad y la cuantía de los desmanes y crímenes de todo tipo que han ido produciéndose en nuestro siglo sin que hayan encontrado el castigo de una condena en un tribunal. Núremberg es la excepción. Nadie llevó ante los jueces ni condenó a Franco, Stalin o Pinochet, e incluso este último sigue permitiéndose hoy insultar a las que fueran sus víctimas. Pero, al mismo tiempo, tampoco nadie en su sano juicio estimará por ello que no son responsables de sus crímenes y que ha de presumirse la inocencia. Incluso cabe que en una circunstancia dada -y esto me parece perfectamente aplicable al caso GAL- el respeto a la legalidad imponga un veredicto de inocencia por insuficiencia de las pruebas para un individuo, sin que ello autorice a liberarle de su responsabilidad histórica. Un demócrata sé felicitaría entonces de las garantías que permiten entonces al imputado proseguir su existencia en libertad, pero difícilmente podría aceptar que como consecuencia los crímenes no existieron o que no se dio la acción responsable de quien los decidió o autorizó.

Porque, como apuntó Garzón en el escrito enviado al Supremo, lo que cuenta a la hora de imputar posibles responsabilidades a González y otros es que la explicación de los hechos derivada de las confesiones resulta creíble. Puede que no existan pruebas suficientes para convertir al presidente en imputado, y hay que felicitarse por ello. Pero los crímenes son reales, es real el documento anónimo del Cesid que explicaba la vía seguida, son reales las responsabilidades criminales asumidas desde altos niveles por personajes del Ministerio del interior y del PSOE vizcaíno. En términos penales, la ausencia de pruebas concluyentes de cuyo origen ya hemos hablado abre el camino a la exculpación, pero en el plano de la responsabilidad histórica eso no basta. Una anastilosis elemental revela, con los datos actuales en la mano, que la adopción de decisiones tan graves no pudo detenerse en el nivel de Vera y Sancristóbal, pues no fue un solo acto criminal, sino una estrategia desarrollada a lo largo de años. A no ser que exista otra explicación "creíble" que invalide las confesiones ya realizadas y dé con otra línea de responsabilidad criminal, pero es obvio que el Gobierno ni siquiera lo intenta. De modo que el ámbito en que ha de buscarse la responsabilidad histórica es el del terrorismo de Estado, y en él los posibles responsables se encuentran ya perfectamente identificados.

Los efectos de la onda expansiva que en un caso como éste se derivan de la responsabilidad histórica desbordan también, incluso espectacularmente, el espacio de lo penal. Es ya un lugar común el reconocimiento de la deslegitimación del Estado que el caso GAL ha producido en el País Vasco: me atrevería a decir que gracias a este trágico episodio de terrorismo oficial la cohesión del Estado ha comenzado a cuartearse por efecto de una sacudida cuya intensidad desborda a todas las anteriores producidas desde la entrada en vigor de la Constitución. El propio partido del Gobierno ha visto agudizada su crisis interna; afectado por la bunkerización que supone la defensa a ultranza de los dirigentes amenazados y por la pérdida de iniciativa política resultante del clima de inseguridad. Por fin, un Gobierno frágil contempla desde la impotencia cómo se consolidan los brotes de víolencia juvenil fascista e independentista, o ambas cosas a la vez. Son costes muy superiores en entidad a lo que representa la cuestión de la continuidad política de Felipe González. Aunque él sin duda contempla los acontecimientos a través de otro prisma y desde la idea de que su mantenimiento al frente del Gobierno y del PSOE constituye una misión irrenunciable. Un enfoque del poder que también contribuye a acentuar su responsabilidad histórica.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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