Una presencia obscena
Mientras en época multimedia, en pleno apogeo de Internet, una vez diseñados ciberespacios y complacientes con graciosos oxímoros como "la realidad virtual", se anuncia el fin cierto de la televisión en los próximos años, al menos tal como la concebimos y consumirnos hoy, perviven ciertos conceptos que provienen de lejanos tiempos, esto es, la información referida a la "verdad" (diciendo la "verdad", según criterios de pertinencia y proporción, y separando información y comentario) y la ficción entendida como "suspensión de incredulidad" y referida al entretenimiento y a la evasión. Como es bien sabido, en la oposición de estos dos términos es difícil trazar un confín que no sea lábil, hasta el punto que se ha podido considerar a ambas, información y ficción, como dos tipos diferentes de -por decirlo con expresión afortunada- "efectos de realidad", y por ello mismo su confusión ha dado pie a otras expresiones, tales como "reality shows", "TV-verdad" o "información-espectáculo". La dificultad para distinguir, pues, entre una y otra, información y ficción -por mantenemos en las categorías de toda la vida- ha propiciado convicciones asumidas como la de que la televisión más que reflejar -stenthalianamente- la realidad, la construye.Hay quien, por ejemplo, se ha referido al registro televisivo en directo de grandes ceremonias (bodas reales, coronaciones, viajes del Papa... ), contempladas por millones de espectadores, para dotar a tales acontecimientos de un estatuto mediático (media events, lo llama Katz y Dayan) qué los alejan de las noticias ordinarias y se traducen en un registro narrativo de ficción, naciendo así un texto que neutraliza la oposición entre información y ficción. Más allá de la conversación de la información en espectáculo, la irrupción de la televisión, en determinados espacios puede provocar otros efectos. Hubo quien llegó a preguntarse incluso si la tragedia en el estadio de fútbol de Heissel, con tanta violencia ritual, hubiera sido la misma de no haber estado allí la televisión.
Sin incurrir en tan apocalíptica sospecha, sin embargo, sí podemos afirmar cómo la mera presencia de la televisión produce cambios de escena. En 1986, por ejemplo, en un juicio que tenía lugar en la ciudad francesa de Nantes los acusados, provistos de armas, lograron secuestrar al tribunal que los juzgaba, y exigieron la presencia de la televisión en tan anómalo juicio. (Y no parece razonable pensar que así esperaran huir). Cuando la televisión apareció, el cambio de marco convirtió automáticamente a los delincuentes en protagonistas de una excelente secuencia de serie B.
En el proceso en curso al ex presidente del Gobierno italiano y senador vitalicio Giulio Andreotti, éste solicitó -lo que le fue denegado- que en la sala estuviera presente la televisión. Fuera o no una posible amenaza dentro de la estrategia de defensa, el requerimiento de Andreotti ¿acaso se debía a una inquebrantable, fe en la glásnost informativa, o a la esperanza en que la televisión hiciera transformar al acusado Andreotti en otro personaje capaz de concitar, como acaeció en el reciente juicio a O. J. Simpson, sentimientos favorables por parte de los telespectadores, y por tanto de la doxa, u opinión pública?
No se modifica sólo en el cambio de escenario al acusado y a los miembros del tribunal modificando sus comportamientos en el set (el juez Ito en el juicio de Simpson se giraba hacia la telecámara para anunciar sus decisiones), sino al espectador, que erigiéndose en "opinión pública" más que como ciudadano deseoso de transparencia informativa se siente "como si" formara parte del proceso, parecido a aquel "populacho" en la Revolución Francesa que asistía alas ejecuciones por guillotina de nobles, según un cierto imaginario que nos ha sido transmitido.
Cuando la televisión italiana retransmitía los juicios en los que el ex fiscal Di Pietro acusaba a representantes políticos de lo que fue, se dice, la primera República, era inevitable temer que pudiera provocar sensaciones análogas. Ver en obsceno régimen, de visibilidad al acusado en primer plano gracias a que el ojo de la telecámara actúa como prótesis al servicio del observador, podría producir en el espectador defraudado por una determinada clase política una obscena sensación de venganza, que nada tiene que ver con el irrenunciable derecho democrático a disponer de la máxima información.
"Públicos sean los juicios...", reclama Cesare Beccaria, el autor de Los delitos y las penas, apelando a la opinión pública, que él gustaba llamar "el sólo cemento de la sociedad". Es indiscutible que la televisión es el mejor instrumento para garantizar el nivel máximo de publicidad y de visibilidad; más actúe como ventana sobre el mundo o como panóptico, la televisión no sólo puede, a pesar de todas las cautelas y del buen hacer profesional, convertir la crónica en espectáculo, la información en ficción, cuya verdad es siempre parabólica, sino también transformar el escenarió, la escena.
Por eso siempre la presencia de la televisión en la sala de justicia es obscena; por eso el jucio televisado no puede no ser un espectáculo. No se puede impedir el acceso a los media, no se puede negar las ventajas que la presencia de los media pueden ofrecer al proceso, pero es necesario saber, se reglamente como en Europa o en América, que la sala de justicia con la presencia de la televisión no puede no ser un escenario diferente, con su propia narración y su propia verdad.
Jorge Lozano es profesor de la Universidad Complutense.
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