El problema de la videocracia
Desde los albores de la civilización, los seres humanos hemos seguido con gran emoción, interés y paciencia las noticias de los delitos más espectaculares del momento, Si actualizamos la célebre advertencia del poeta romano del siglo I Juvenal sobre el poder seductor de los circos, diríamos que, hoy, las masas, por excitadas que estén, pueden ser siempre aplacadas temporalmente con "pan y vídeos". En contraste con los antiguos romanos, quienes en su búsqueda incansable de experiencias que llenaran el vacío de sus vidas acudían diariamente al ensangrentado coliseo, las personas normales de ahora no disfrutan de escenas auténticas de tortura o de sadismo. Observar cómo un ser un humano somete a otro por la fuerza, le causa dolor o incluso la muerte, sólo deleita al espectador si éste, a un nivel más o menos consciente, sabe que la escena no es veraz. De hecho, con el fin de preservar el valor lúdico de los sucesos más macabros, las cadenas televisivas suelen mantener las imágenes cruentas verídicas a una distancia segura. Hoy, sin embargo, presenciamos un nuevo fenómeno como consecuencia de autorizar la entrada de las cámaras de televisión dentro de las salas de los tribunales -en Estados Unidos existe un canal dedicado exclusivamente y sin interrupción a retransmitir juicios sensacionales- Estos programas de juicios son muy populares. De hecho, los últimos años han proporcionado una teleserie interminable de dramas judiciales sobre acusaciones extraordinarias de abuso de autoridad contra líderes políticos y otros crímenes siniestros, incluyendo la denuncia de acoso sexual contra el juez del Supremo Clarence Thomas; la venganza morbosa del "pene cortado" por Lorena Bobbitt a su marido abusador, y el más reciente por doble asesinato del que acaba de ser absuelto el célebre jugador negro de fútbol americano O. J. Simpson.Cada día los telespectadores se interesan más por las intrigas del proceso legal. Aunque los juicios-ficción -como las series, de Perry Mason o La ley de Los Ángeles- casi siempre concluyen con un giro inesperado, mientras que las historias reales no siempre tienen un final emocionante, la curiosidad de la audiencia por el veredicto se aviva cuando se siente próxima a los hechos. Lo fascinante de estos casos es la dinámica cautivadora del sistema de justicia, las maquinaciones de los abogados y, sobre todo, su aparente realismo.
Una consecuencia positiva de esta videocracia legalista es que fomenta las charlas y discusiones en la calle. Es curioso qué la atracción por estos telejuicios haya creado una especie de plaza de pueblo en la que, en lugar de chismorrear sobre nuestros vecinos -de quienes cada vez sabemos menos-, lo hacemos sobre personalidades embrolladas en delitos retorcidos o saqueos a gran escala, de los contribuyentes. Resulta paradójico que esta fascinación colectiva por los juicios de crímenes reales en la televisión suponga tina oportunidad para tratar con los demás, para compartir, para comunicamos.
La otra cara de esta moneda es que estos programas reflejan los problemas de la videocracia cuando el objetivo de la cámara no abarca el acontecimiento en cuestión en todo su alcance, pero pretende que lo hace. Y es que los medios frecuentemente manipulan la frontera entre lo que es cierto y lo que no lo es. Perpetúan los estereo-tipos del bueno y del malo, simplifican las isituaciones y los caracteres, o cubren con una capa de superficialidad muchos temas conflictivos y complejos, haciéndolos más comprensibles y atractivos para el público. En la videocracia la verdad pierde relevancia y es superada por el sensacionalismo. Como consecuencia, el ambiente está saturado de seudoeventos, de imágenes que más que representar la verdad son simplemente cautivadoras, vendibles. Después de todo, su misión es seducir al espectador para que "se trague" la medicina de la publicidad. Por esta razón, creo que los juicios televisivos son más espectáculo que referencia histórica.Mas, ¡cuidado!, atacar al medio de comunicación es como matar al mensajero de otros tiempos. Porque el ojo televisual nos observa y nos'estudia, aprende sobre nosotros y, al final, nos ofrece el producto que buscamos. Los mensajes, las representaciones y los argumentos que se transmiten por el tubo mágico dependen sencillamente del gusto del espectador.
Independientemente del número de cadáveres que acaban esparcidos por el escenario cuando baja el telón, una tragedia de verdad nos sirve de purga emocional, de catarsis liberadora que nos limpia de impulsos y deseos inconfesables. Sin embargo, como nos ha demostrado el procesamiento de O. J. Simpson -cargado de connotaciones racistas y de sospechas de la influencia del dinero sobre la justicia-, la mayoría de los telejuicios multitudinarios, en lugar de proveer el alivio catártico, dejan al pasar un rastro pegajoso de resentimiento, cinismo, desconfianza y división. Las pasiones que estos procesos encienden no se disipan con la sentencia del jurado. Porque una vez que el juicio del encausado famoso concluye, el de nosotros, los espectadores, inevitablemente comienza.
Luis Rojas Marcos es presidente de la Corporación de Salud y Hospitales de Nueva York.
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